Hay una inquietud creciente ante la influencia que ha perdido “lo técnico” en los debates de políticas públicas en nuestro país. Especialmente, respecto de las ideas de los economistas. ¿Qué hay detrás?
Primero, una tendencia global.
La crisis financiera de 2008 marcó el fin de una era de manejo macroeconómico muy exitoso (crecimiento estable, bajo desempleo e inflación controlada) y, también, inició un retroceso del poder que habían logrado acumular los economistas en distintas áreas de las políticas públicas. ¡No eran infalibles!
La sensación del momento se reflejó bien en la pregunta, simple e incómoda, que hizo la reina Isabel de Inglaterra, respecto de la crisis, durante una visita al London School of Economics en 2009: “¿Por qué nadie vio venir esto?”.
Esta influencia tenía larga data. Keynes ya lo percibía en 1936: “Las ideas de economistas y de filósofos políticos, tanto cuando tienen razón como cuando están equivocadas, son más poderosas de lo que comúnmente se cree. De hecho, el mundo está gobernado por poco más”.
Bancos centrales, ministerios de Hacienda, el FMI y muchas otras instituciones cristalizaron este poder. Con el paso del tiempo, cambiaron las orientaciones doctrinarias de los economistas, no su influencia. Hasta la crisis de 2008.
¿Es real esta depreciación? Hay algo de evidencia, al menos anecdótica.
Llama la atención que, actualmente, tanto la Reserva Federal de Estados Unidos como el Banco Central Europeo estén comandados por dos abogados, algo impensado hace unos años.
Influyentes políticos desconfían abiertamente de las recomendaciones de los economistas. El parlamentario Michael Gove señaló, durante la campaña del Brexit, que los ingleses “han tenido suficientes expertos que aseguran saber qué es lo mejor, pero lo hacen constantemente mal”.
El advenimiento del populismo, en países que suponíamos inmunes a los cantos de sirenas, es el ejemplo más claro y preocupante. Una de las características del populismo es su menosprecio de las reglas económicas básicas (como la restricción presupuestaria).
En Chile también hay ejemplos. En torno al sistema de admisión escolar, la ministra Cubillos sentenció que “por años se ha escuchado más a técnicos y expertos […]; les toca a los apoderados…”.
La diputada Vallejo, en la discusión de las 40 horas, argumentó que “la perspectiva no pueden darla solamente economistas, que no tienen experiencia en materia de relaciones laborales o en la sala de clases, y que muchas veces ni siquiera han sido trabajadores asalariados…”.
Más allá de las declaraciones, se aprecia una tendencia a que las decisiones esenciales de política pública sean determinadas por organismos en que la lógica de la economía es secundaria. El Tribunal Constitucional, la Contraloría y la Corte Suprema son buenos ejemplos.
Además de la crisis de 2008, existe una segunda causa de la tensión entre técnica y política, cuya responsabilidad es, más claramente, de los economistas.
Me refiero a la práctica de disfrazar como incontrovertibles temas técnicos cuestiones debatibles, que dependen de la ética y la ideología. Siempre existen disyuntivas entre diversas políticas públicas; la técnica ayuda a ponderarlas y medirlas, pero no puede reemplazar a las preferencias.
Es el caso, por ejemplo, de escoger medidas que favorecen un objetivo, como el cuidado del medio ambiente, en desmedro de otro, como el crecimiento. La técnica debe informar y ojalá proponer las medidas más eficientes para enfrentar el dilema, pero no debe sustituir la deliberación.
Robert Nelson decía que los economistas tienden a verse a sí mismos como expertos separados de la política, de los juicios de valor y otros factores subjetivos y normativos. Pero eso, argumentaba, es un error. Cuando trabajan en políticas públicas descubren que no pueden limitar su papel al de técnicos neutrales; hacerlo sería volverse irrelevantes y, finalmente, quedar excluidos.
No obstante, moverse al otro extremo y pasar de contrabando como algo técnico lo que en realidad son preferencias es incluso peor. Es un abuso que, más temprano que tarde, se transformará en un búmeran. Quizás eso es lo que ha pasado en Chile.
El presidente del BCCh señaló hace poco que los economistas no tenían toda la verdad. Eso es evidente; sin embargo, la economía sí provee muchas ideas robustas. Las implicancias de la restricción presupuestaria, la relevancia de los incentivos y de las distorsiones, y los problemas que acarrea un horizonte cortoplacista de la política, son algunas de las lecciones que sería peligroso olvidar.
Si bien algunos han disfrazado sus propuestas ideológicas como técnicas, depreciando con ello la economía como disciplina, no podemos olvidar que, para hacer políticas públicas responsables, es indispensable contar con el aporte de la técnica. En definitiva, ni el economista puede reemplazar al político, ni el político al economista.
Rodrigo Valdés
Escuela de Gobierno UC