La contienda entre el Tribunal Constitucional y la Tercera Sala de la Corte Suprema no es solo una cuestión jurídica. También la psicología tendría que explicar cómo nuestros jueces, unas figuras que se caracterizaban por su deseo de no llamar la atención del público, han asumido desde hace unos años una actitud protagónica como la que encarna Sergio Muñoz, el Garzón chileno.
El conflicto tiene que ver, además, con cuestiones políticas e incluso con las buenas maneras, expresadas con aquella actitud que los estudiosos llaman “deferencia” de un poder respecto de las atribuciones de otro. Así, no parece muy deferente que la Tercera Sala haga caso omiso de una disposición expresa de la Constitución: “contra las resoluciones del Tribunal Constitucional no procederá recurso alguno”, y comience a conocer asuntos que no le corresponden.
Con todo, ni la psicología ni el derecho ni la política o la cortesía tienen la última palabra para explicar una disputa que, en el fondo, es filosófica. Lo que aquí se debate es: ¿qué es eso que llamamos “ley” o “Constitución”? ¿Por qué estamos obligados por ella? ¿Cuál es la misión de la judicatura ordinaria en una sociedad democrática, a diferencia de la constitucional?
Si se simplifican un poco las cosas, podemos decir que en la historia chilena republicana hemos oscilado entre dos extremos opuestos de entender la misión judicial. De una parte, hasta hace unas décadas, los jueces se concebían a sí mismos de acuerdo con el modelo planteado por Montesquieu en el siglo XVIII: el juez es “la boca de la ley”. Su función consistiría en aplicarla al caso particular de manera silogística. Desde esta perspectiva, para cada problema existe solo una respuesta. Una manifestación de esta postura está dada por la forma en que los jueces entendían la Constitución, que les parecía un documento que estaba lejos, en las alturas, cuyo destinatario no eran ellos, sino el legislador. Así, no concebían la posibilidad de aplicarla directamente, pues su misión era juzgar solo de acuerdo con la ley.
Esta concepción extremadamente legalista de la labor judicial resultó desacreditada no solamente por sus resultados prácticos a partir de 1973, donde reveló su insuficiencia para defender los derechos fundamentales, sino también por razones filosóficas. Diversos autores mostraron cómo el derecho no podía reducirse a la legalidad y reivindicaron el valor de la justicia del caso concreto. Entre ellos estaba Michel Villey, un filósofo del derecho de inspiración tomista que tuvo gran influencia en el ministro Carlos Cerda.
En todo caso, la crítica más amplia al legalismo vino desde la izquierda, con diversas corrientes que propusieron utilizar a los jueces como instrumento para transformar desde dentro el derecho burgués. Sus actuales herederos intelectuales, los neoconstitucionalistas de izquierda, han impulsado la idea de relativizar la sujeción de los jueces a la ley.
Dicho con otras palabras, figuras como la del juez Muñoz no salen de la nada, sino que son el fruto de obras que se han elaborado previamente en sede filosófica. Por eso, cuando la derecha manifiesta su sorpresa ante estos cambios sociales, simplemente muestra que no ha estado atenta a determinadas corrientes culturales cuyos resultados prácticos no eran difíciles de prever. Por donde pecas, pagas: si desprecias las ideas, no te extrañes de lo que ellas producen.
En la presente disputa entre el Tribunal Constitucional y la Tercera Sala de la Corte Suprema hay cierto acuerdo entre los analistas que lleva a concluir que a la Sala se le pasó la mano. No hay que olvidar que, pese a todo, estamos en un sistema político y jurídico donde la ley ocupa un lugar central y eso no deja lugar a ese activismo.
Con todo, no basta con establecer reglas claras para dirimir futuros conflictos de competencia entre ambos tribunales. La cuestión de fondo que hay que resolver es cómo encontrar un justo medio entre los modelos representados por los casi extinguidos jueces legalistas y los actuales jueces activistas.
Cualquier solución que se plantee debe tener en cuenta que vivimos en una democracia representativa, en la cual el gobierno del pueblo no se ejerce directamente, sino a través de las autoridades que ha elegido. Y el instrumento en que ese poder se expresa es precisamente la ley, sea la de carácter ordinario o la de rango constitucional. Estas son las reglas del juego, aunque ciertamente admitan muchos matices y diferentes estrategias. Por eso, lo que ha hecho la Tercera Sala equivale a cometer un
foul importante en un partido y merece la tarjeta amarilla que le mostró la presidenta del TC.
¿Significa lo anterior que el sistema actual es inmutable y no cabe admitir modificaciones que permitan legitimar un cierto protagonismo judicial? Por supuesto que podemos discutir sobre el tema, pero el encargado de resolverlo es el Congreso y no el juez Muñoz. Él podrá dar su opinión, como cualquier chileno. Pero ha de hacerlo en un artículo, en una carta al director o en un libro, no mediante una sentencia judicial.