La más reciente novela de Gonzalo Contreras cuenta la historia del ascenso de su protagonista, Cristina Borda, una mujer de 30 años, cuyo primer matrimonio acaba de fracasar, que también ha dejado sin terminar sus estudios de posgrado y que debe cargar con la anomalía de que su padre —Max Borda, el protagonista de
El nadador— se ha casado con Virginia, su tía, hermana de su madre ya muerta. El ascenso de que da cuenta esta novela es un crecimiento interior, una ampliación de la conciencia, una iluminación, un descubrir puntos de apoyo ciertos y sólidos respecto de sí misma, de los otros, de su pasado e, incluso, respecto del valor del arte como instrumento de conocimiento de la realidad. El contraste entre la Cristina de las primeras páginas —insegura, abatida, con escasa comprensión de su situación, pasiva— con la misma protagonista en las páginas finales —ahora resuelta, con control de su vida, con los conocimientos necesarios, mirando hacia delante— es patente y poderoso.
Como ha sido el sello de la trayectoria narrativa de Contreras, y según corresponde a la naturaleza de la historia narrada en esta novela, el autor se concentra en desmenuzar la subjetividad de los personajes. Es nítido que para Contreras la acción narrativa ocurre esencialmente en el mundo interior, en los complejos y diversos movimientos de la conciencia humana, la cual, sobre todo cuando se trata de afectos y, en particular, del amor, navega en aguas procelosas e inciertas por cuanto la conciencia del otro es, en principio, opaca, y sus palabras y conductas envían señales equívocas que es preciso someter a una larga deliberación, a un cuidadoso y permanente escrutinio. La intervención de un narrador en tercera persona que escudriña esos mutuos y entrelazados mundos interiores es una de las pocas vías que permiten vencer aquella opacidad —quizás una de las mayores ventajas de la narrativa respecto de las demás artes— y es el recurso que, con su habitual solvencia, emplea Contreras en este relato, focalizado de preferencia sobre la conciencia de Cristina, pero que se desliza coralmente también sobre las de Max, Virginia y otros personajes secundarios pero no menores. Cristina misma surge así como un personaje reflexivo, de creciente lucidez, un personaje que posee profundidad y complejidad, y cuya evolución psicológica sigue una ilación que implica resolver los nudos que yacen en su pasado: la relación con su exmarido y, de sobre manera, el vínculo con su padre, sombra y luz que se proyecta sobre ella y que abarca, por cierto, a su tía Virginia, la madre sustituta. El componente estructural que provoca la progresión de la acción —que, es preciso reiterar, es una acción mental, del alma por así decirlo— es la irrupción de un intruso desconocido —Gastón— cuya presencia vital y equívoca a la vez pone en movimiento el relato. A diferencia de los otros personajes, Contreras se contiene en la construcción de esta figura, la que el lector solo observa exteriormente y cuyo valor y sentimientos no se revelan sino hasta el final, y a quien solo podemos tantear en su interioridad a partir de lo que Cristina supone, a veces dubitativamente, acerca de él. El suspenso del relato se sostiene en buena medida en que el lector debe acompañar a la protagonista en su apuesta, que verosímilmente puede fallar, respecto de este personaje en lo que se refiere tanto a la reciprocidad de su enamoramiento como a su efectiva capacidad intelectual y talento para llevar a cabo el ambicioso —casi demencial— proyecto artístico en que está empeñado y que Cristina apoya casi insensatamente.
La puesta en escena de una ópera basada en el abstruso poema de T.S. Eliot
La tierra baldía marca la presencia de Gastón en la novela. A diferencia de “lingüística”, cuyos estudios Cristina, por su aridez y carácter inerte, abandona junto a su esposo en Estados Unidos, Gastón, un aficionado de escasa experiencia, acompañado de un equipo poco digno de confianza, parecen representar el arte como la gran energía de transformación de la vida. Su incorporación en el relato, en un tejido complejo de significados, es, sin duda, un riesgo fuerte que el autor adopta, técnicamente bien diseñado y ejecutado, y que abre esta novela hacia varios niveles de lectura.
El trabajo del autor en la temporalidad interna del relato —otro rasgo singular de la narrativa de Gonzalo Contreras— también merece ser subrayado, ya que con aparente simplicidad el autor hace estallar la solidez del presente de Cristina que se deflagra atravesado por el acecho del pasado y la inminencia de un futuro impreciso.
Los asaltantes del cielo, a la vez que añade un eslabón consistente con la sobresaliente narrativa de Gonzalo Contreras, posee el mérito adicional de introducir recursos nuevos, enriquecedores y sugerentes.