El trabajo literario que viene realizando Michèle Sarde es simultáneo a una investigación que la involucra personalmente y, junto con ella, también a su familia y a su tribu, descendientes de judíos sefardíes. Ese origen, de una parte, no se plantea como algo remoto, como un pasado exótico dejado atrás hace siglos, sino muy cercano, puesto que esa identidad se conserva de modo fuerte hasta la generación de sus padres, Jacques y Jenny. Pero por otra parte, ese origen ha sido puesto en un lugar oculto, negado de diversas maneras, enmascarado, silenciado. En
Volver del silencio, como en sus otras obras, da cuenta del resultado de un viaje de develación, de descubrimiento, en que la autora y coprotagonista del relato enfrenta al lector a la verdad, trae a la luz y a la palabra aquello que la historia presiona por sepultar en el olvido.
El centro de esta narración es su madre, Jenny, de niña Janja, porque ella es la encrucijada de ese silencio y del alzamiento de ese silencio, de la oscuridad y de la luz, de la mudez y la recuperación de la palabra que señala hacia lo real. El libro se teje a partir de una polifonía en la que concurren, a lo menos, la voz de la madre y de la hija, en un proceso de transmisión de la memoria, en el que figuran un monólogo materno —insertado de modo directo— y un diálogo entre ambas, al cual se añaden fotografías y otros documentos y, sobre todo, la información y opiniones de la narradora, la argamasa que fija el texto, le da una dirección y un punto de vista.
Si bien en las páginas finales, agrupadas en un epílogo, Sarde cuenta la historia de este libro y también anuncia la de los que vendrán, la narración entrega de modo directo, a modo de una saga familiar novelada, una relato biográfico de Jenny, su madre. Lo novelado de este relato, su parte ficcional, cabe advertirlo, consiste tan solo en el empleo de los recursos propios de una novela, los cuales le dan vitalidad a la acción y vigor a los personajes, que aparecen ante la imaginación del lector con una poderosa figura y carácter. No obstante, ese componente ficcional no implica en modo alguno la distorsión de los hechos, porque todo el relato —y el proyecto narrativo de Sarde— está impulsado por un
ethos de máxima fidelidad posible a lo ocurrido, por una voluntad inclaudicable de veracidad. Este relato se encuentra muy lejos, por lo tanto, de la llamada autoficción y se mantiene por entero ceñido a las posibilidades y limitaciones del género propiamente biográfico.
Sarde, en cuanto a la temporalidad interna del relato, opta por una exposición en que, en gran medida, respeta la cronología lineal de los hechos. Esa opción no es menor y solo en apariencia es la más simple —sobre todo cuando convergen paralelamente varios personajes y sus historias—, pero es la única que se condice con la visión y aclaración que la narradora pretende. La progresión temporal cronológica, en las fechas de los años y los días, va calzando y ajustándose con rigor, dentro de la cual los retrocesos y avances son reducidos al mínimo y se justifican para fortalecer la claridad de esa progresión. Existe, subyacente a esta narración, una reivindicación del tiempo narrativo más convencional como eje de comprensión de lo acontecido, un tiempo que avanza irreversible y feroz, indiferente a los destinos personales, desde el antes al hoy y el mañana.
Sarde logra reconstruir con mucha fuerza y amor por el detalle substancial, el rico cosmos cultural de los de judíos sefardíes de la Tesalónica otomana, un cosmos que se desplegó y pervivió durante 400 años. Esa pintura tiene la potencia de una suerte de resurrección a través de la literatura de un mundo esfumado en medio de los crueles engranajes de la historia. La Jerusalén de los Balcanes, su arquitectura, sus costumbres, sus gentes y su idioma —el ladino, el judeo español— se erigen ante el lector con un valor que marca todo el relato y a la narradora misma que se inclina sobre él con morosidad y cariño, porque quizás allí radica el componente de más larga duración en la propia identidad silenciada.
El relato de Sarde es duro, preciso, y distante de cualquiera tentación sensiblera o panfletaria. Su narración se enfoca en mostrar, en dejar registro, en enhebrar una historia objetiva que abarca incluso hechos y personas anteriores y exteriores a su memoria personal —ella nace en Francia durante el fatídico año 1939—, la cual, tras la diáspora, persecución y exterminio de tantos judíos, deja planteadas interrogantes esenciales acerca de la condición humana universal, la errancia y crueldad recurrentes y el papel que toca a la literatura y el arte antes los silencios impuestos.