En estos días, los alumnos de diversas facultades universitarias del país han decidido, por enésima vez, realizar paros en contra del cambio climático. El argumento es perfecto: “si estás en contra del cambio climático (o cualquier otro mal que afecte a la humanidad), debes interrumpir tus estudios. Si pretendes emplear los viernes en resolver ecuaciones o estudiar la ley ambiental, entonces eres un clon de Donald Trump”.
Además, nuestros estudiantes saben que Greta Thunberg no va a clases y, por esa vía, ha llegado a transformarse en la nueva voz profética de la humanidad. Fue invitada a la ONU, y todos hablan de ella como la “mujer del año”. Si quieren ser como Greta, deben sumarse a los paros (y no leer jamás el reportaje del periodista Justin Rowlatt enThe Times acerca del lado B de toda esta maravillosa aventura).
Presumo que la culpa es mía, pero no consigo comprender la lógica de los paros. Siempre me ha costado seguir los razonamientos muy rápidos y nunca entiendo el argumento de esas películas donde la acción transcurre a toda velocidad. Aquí ocurre lo mismo. Ciertamente, me interesa el cuidado del medio ambiente tanto como a Greta. Incluso, puedo acreditarlo con textos escritos muchos años antes de que ella naciera, pero no vislumbro qué tiene que ver eso con un paro universitario.
¿No han pensado nuestros huelguistas que existen otras formas de protestar? La gente podría renunciar a esas duchas de 15 minutos con agua caliente que a mí me parecen completamente antiecológicas. Incluso, en el caso de los más radicales, podrían reemplazarlas por duchas breves con agua fría, lo que implicaría un notable ahorro energético.
Si uno quiere algo más notorio, podría ir a clases los viernes con la cara pintada de verde. O realizar actos tan masivos y espectaculares como dedicar los feriados de Fiestas Patrias a limpiar playas y otros lugares afectados por la insensibilidad ecológica de los chilenos, una acción que mostraría un enorme compromiso personal. Es más, podría elegir estudiar horas extras los viernes ecológicos, para hacer ver que esa cuestión merece nuestros mejores esfuerzos intelectuales. Pero no, los paros son más interesantes y no suponen tanto esfuerzo. Además, para muchos estudiantes es imposible resistir la extorsión emocional a que los someten sus impulsores.
Todos sabemos lo fácil que resulta protestar sin asumir costos especiales; ser ecologista sin verse obligado a llevar una existencia más conforme a la naturaleza; asumir discursos que simplemente suenan bien, y dejar que la propia vida vaya por otro lado. Así, cualquiera arregla el mundo.
Del mismo modo, resultan preocupantes las consecuencias que el debate ecológico que presenciamos ejerce sobre la forma en que se lleva a cabo la discusión pública. Existe, en efecto, una suerte de ecología social, que también conviene respetar. Ella hace posible que las diversas especies de la fauna política se desarrollen con normalidad. Por eso, sería alarmante que, por la acción de los vociferantes o la falta de disposición a reflexionar, algunas posturas queden, en la práctica, impedidas de manifestar sus razones. La uniformidad ideológica no es deseable para una sociedad que se precie de democrática.
Así, resulta difícil saber si el profesor Werner Kirstein y los otros académicos que han presentado objeciones a las opiniones dominantes sobre el cambio climático tienen razón o no, pero el hecho de que por todos los medios sean objeto de censura es inquietante. No hay que olvidar que, lamentablemente, por ambos lados se entremezclan poderosos intereses económicos. Ellos no son patrimonio solo de quienes son escépticos acerca del alcance y causas del cambio climático. Hay financiamiento de empresas y otros fondos disponibles para quien trabaje en una u otra dirección. Por eso, convendría que todos, también los científicos que se ocupan del tema, informaran acerca de sus intereses y de las consecuencias económicas que podrían afectar a su actividad científica cuando adoptan una u otra postura.
¿Impiden esas influencias que se puedan decir cosas verdaderas? Por supuesto que no, pero aún a alguien como yo, que está en contra de las centrales nucleares y comparte muchas de las preocupaciones de los ecologistas, le gustaría ser testigo de discusiones libres y transparentes. Y falta mucho para que estemos cerca de conseguirlas.
Realidades como esta muestran la importancia de la política y la necesidad de contar con un ambiente donde pueda deliberarse de una manera adecuada. De lo contrario, corremos el riesgo de tomar decisiones al ritmo de los humores del profeta de turno, sea de izquierda o de derecha.
En todo caso, cuando nos dicen que la única manera de combatir el cambio climático consiste en sumarse a unos paros estudiantiles, transformarse en vegano y empezar a viajar en yate, no puedo dejar de pensar que alguien nos cree más ingenuos de lo que somos en realidad.