Todo hace presagiar que luego de este arito dieciochero, la política volverá a sus aires pendencieros. Nada hace pensar que las palabras del Tedeum hayan calado tan profundamente como para aumentar el diálogo, disminuir las descalificaciones o evitar el insulto, como lo deseó el oficiante del tradicional rito, que el presidente de la Cámara nos ha informado no constituye una obligación legal.
La acusación constitucional impondrá la temperatura en la que se calentarán los proyectos legislativos. ¿Qué le pasa a la política profesional que la cruzan vientos de conflictividad tanto mayores que aquellos que reinan en la sociedad? ¿Qué la hace más agria que su pueblo? Mientras no respondamos esta pregunta, mientras no atinemos a entender qué es lo que hace que la despectivamente llamada “clase política” ande ensimismada, en la suya, en unos microclimas propios, difícilmente lograremos prestigiarla.
Lo anecdótico da para explicar lo que gatilla las peleas. El Gobierno ha enarbolado discursos de unidad, pero cuando, como ocurre con frecuencia, pierde la agenda y los estribos, propala ofensivas acusaciones de falta de patriotismo o de narcotráfico. El PS, por su lado, no exhibe otro proyecto que el electoral de evitar que el Frente Amplio lo desangre, como si se pudiera andar largo rato de partido grande por la vida sin ofrecer un proyecto político, uno que, dibujando el tipo de sociedad a la que se aspira y los principales medios para lograrlo, aspire a entusiasmar a un grupo significativo del electorado. Falto de identidad, el PS se termina sumando a la oposición puramente descalificadora o principista de buena parte del Frente Amplio. Con esas disposiciones de dos actores tan relevantes, es difícil, claro, que el resultado fuera otro.
Pero, ¿por qué el Gobierno pierde la agenda como no ha ocurrido a ningún otro y con ello la serenidad necesaria? El Proyecto de 40 horas es enteramente inédito en nuestra historia. Ciertamente ha habido leyes muy relevantes que han nacido de iniciativas parlamentarias al margen de los gobiernos, como lo fueron la ley de divorcio y la de transparencia, pero no fueron leyes hechas contra la oposición del gobierno. ¿Por qué al PS y al gobierno les pasa lo que les pasa?
Algunos politólogos le echan la culpa al presidencialismo, sosteniendo que no pueden ser exitosos los gobiernos que no cuenten con mayoría parlamentaria. Me temo tengan la mirada más puesta en los libros que en la historia reciente de Chile. Durante los 20 años de gobiernos de la Concertación, el Presidente no tuvo mayoría en el Parlamento y difícilmente se encontrará en la historia de Chile y del continente un período de mayor progreso social, económico e institucional.
Otros, con la mirada más puesta en el norte, apuntan al fenómeno universal del populismo. Por cierto que pueden encontrarse rasgos comunes, pero nada, al menos por ahora, parece asomar entre nosotros que se asemeje al ingrediente central de cualquier impulso populista: ¿dónde ver aquí el entusiasmo masivo con un líder carismático? Más que grupos relevantes inflamados por un proyecto político, creo ver reinar una enorme indiferencia, cuando no, un abierto desprecio por todas las ofertas políticas. Y es ese desprecio, me parece, el que tiene a mal traer la actividad política, puesto que sin una base de estima, quienes se dedican a la política carecen del aplomo para procesar las diferencias y transformarlas en acuerdos.
Creo puede generar algún acuerdo si convenimos que lo que falta es liderazgo. El problema, claro, radica en definir las características de aquel que pueda erigirse en estos tiempos. Algunos lo confunden con autoritarismo vertical y con golpes en la mesa, como si en política bastara subir la voz para ganar adeptos o acallar críticas. No, el liderazgo democrático no conoce otro sustento que la sintonía con la opinión pública. Y, para eso, claro, se requiere entender las transformaciones radicales que ha vivido la sociedad chilena en los últimos años. Sin ese ingrediente, inescapablemente intelectual, ningún conglomerado político logrará liderazgo y las instituciones políticas, cualesquiera sean sus arreglos, no lograrán funcionar a satisfacción de la ciudadanía.