Hay personas que repiten lugares comunes, convencidas de estar manifestando cosas reveladoras e interesantísimas. Por ejemplo, aquellas que aseguran con orgullo que, para recorrer una ciudad desconocida, su método preferido es salir sin rumbo, perderse, no saber dónde están ni qué es lo que ven. Son mayoría, pero todas parecen creer que se trata de una idea completamente original que las revela como personas osadas, valientes e intrépidas.
No es que no sepa apreciar las bondades de la
flânerie;, que Balzac describía como “gastronomía para los ojos”, pero siempre me ha parecido que, en nuestros tiempos, esa defensa del vagabundeo sin plan es más bien desidia o falta de curiosidad antes que síntoma del carácter observador, atento y cabal que se le atribuye al
flâneur.
Sin embargo, y porque uno tiene que trabajar contra sus prejuicios, algunas semanas atrás estuve en una ciudad en la que no había estado antes e intenté seguir el método: vagar sin rumbo, sin contexto, sin información.
Terminé en un parque industrial rodeado de viviendas achaparradas con vista a un supermercado, pero por el camino vi cosas interesantes. Una enorme plaza con una enorme iglesia que pudo haber sido la catedral, o no. Un templo de no sé qué religión con las puertas abiertas a través de las que se veía gente sentada en el piso y comiendo con las manos de cuencos de metal (¿sijs?). Un barrio entero con olor a una sopa inexplicable, porque era el olor de la sopa que hacía mi abuela alemana. Calles empinadas por las que caminaban mujeres vestidas con ropa hindú y otras con
hiyab. Árboles desconocidos que daban flores amarillas. Un playón que creí un estacionamiento, pero que era un cenotafio con los nombres de las víctimas de un atentado del cual yo no tenía noticia. Una extraña roldana que colgaba de las puertas de muchas casas. Orquídeas y karaokes. Comercios de todo tipo (farmacias, ópticas, tiendas de ropa) que tenían pegada en la vidriera una calcomanía con el dibujo de una hoja de cannabis. Una avenida repleta de ferias americanas y acuarios de peces tropicales. Una zona de galerías de arte que parecían tener una fijación con el alambre como materia prima. Durante dos horas no supe qué veía ni cómo entenderlo. ¿Estaba contemplando signos de integración o, por el contrario, caminaba por un gueto; qué extraño gusto por la deformidad musical evidenciaban esos karaokes; eran las roldanas un vestigio del medioevo o un moderno plan de la alcaldía para deshacerse de la basura? Leer la realidad siempre me ha parecido difícil, pero leerla sin un marco de referencia me resulta llanamente peligroso porque puede llevar a conclusiones falsas a partir de impresiones superficiales.
Ahora estoy en una ciudad que conozco bien —Madrid—, y en la que casi no puedo perderme aunque quiera. Esta mañana, con un sol de fuego, salí a dar vueltas por Lavapiés, por la Latina, y terminé en el Museo Reina Sofía. Como hacía mucho calor, me senté en una escalinata y me quedé pensando en mi profundo rechazo a ver sin entender.
Antes de salir había releído un ensayo de Agamben. Me cuesta leer a Agamben: no lo entiendo, avanzo lentamente. Pero antes o después aparece una frase que lo ilumina todo. El final de ese ensayo —
Desnudez, un ensayo relativamente fácil— dice: “Nada nos hace tan pobres y tan poco libres como este extrañamiento de la impotencia. Aquel que es separado de lo que puede hacer aún puede, sin embargo, resistir, aún puede no hacer. Aquel que es separado de la propia impotencia pierde, por el contrario, sobre todo, la capacidad de resistir. Y así como es solo la ardiente conciencia de lo que no podemos ser la que garantiza la verdad de lo que somos, así también es solo la lúcida visión de lo que no podemos o podemos no hacer la que da consistencia a nuestro actuar”. Lo releo a menudo y, cada vez que llego al final, tiemblo de emoción y por un segundo entiendo todo lo que antes no. Esta mañana, frente al Reina Sofía, me pregunté qué pude haber comprendido a los 13 o 14 años leyendo a Rimbaud, o a los 18 leyendo a T. S. Elliot. Cuando en
La tierra yerma leía ese pasaje que dice: “Madame Sosostris, famosa clarividente, / tenía un fuerte resfriado y, sin embargo,/ se le conoce como la más sabia mujer de Europa”, no sabía quién era madame Sosostris ni qué tenía que ver el resfrío con la sabiduría, pero seguía adelante y al llegar al verso aquel (“-Hypocrite lecteur, -mon semblable, -mon frère!”) me ahogaba de emoción y retomaba el poema desde el principio solo para volver a pasar por esa zona que me producía un chispazo eléctrico.
Ahora eso —leer sin entender— ya no me sucede tan seguido. Pero vivo esperando que me suceda: volver a experimentar ese estado de elevación que se produce al leer en trance, siguiendo una pista oculta, una promesa velada, hasta que una palabra o una frase echan luz sobre todo, y no necesariamente una luz de comprensión.
No soy inmensa ni contengo multitudes, como decía Walt Whitman, pero es probable que sea, al menos, dos personas. Una que no es capaz de ver la realidad sin entenderla. Otra, quizá mucho mejor, que busca desesperadamente leer —pensar— como si estuviera loca.