El narrador de esta historia piensa que no son diez, ni 36, ni innumerables las historias posibles de contar, sino que, finalmente, todas se reducen a una. La historia de amor. Su empeño, por consiguiente, consiste en construir un relato acerca de una historia común y trivial, pero de modo que resulte una historia única, la propia, inconfundible e irreductible a las historias de amor de los otros, diferente de las que ya se han contado y se siguen y seguirán contando. El narrador de esta novela quiere, pues, como lo reitera en las rudas páginas finales, alejar al lector de cualquier tópico peliculero. No es claro que logre ese propósito a pesar de los esfuerzos delicados del talentoso Julian Barnes, sin que por ello deje de ser una propuesta válida, quizás porque —como lo recuerda Huxley— la inversión de un lugar común también es un lugar común.
La historia de amor que se cuenta aquí es la de un joven inglés, Paul, que a los 19 años se enamora de una mujer que casi lo dobla en edad —casada y con dos hijas—, quien le corresponde, se convierten en amantes y conviven durante 12 años. La historia la cuenta un Paul ya cercano a la vejez, lúcido, en una suerte de ajuste de cuentas consigo mismo. Puede decirse, entonces, que es la historia un señor inglés, abogado, solterón, en extremo amargo y frustrado sentimentalmente, que rememora por escrito la historia de amor que marcó definitivamente su vida.
Es casi innecesario recordar la excelencia del oficio narrativo de Julian Barnes, el cual comparece aquí, desde luego, traduciéndose en una estructura o arquitectura del relato tan impecable como sutilmente planteada, también en la delicada penetración psicológica con que va desplegando la visión y experiencia con que vive el amor un joven casi adolescente, un hombre maduro y un hombre lo suficientemente viejo como para creer que la totalidad de su vida se encuentra disponible ante su vista —que ya lo fundamental de ella concluyó— y de ese manera está en condiciones de ponderar lo ocurrido con algún grado de justicia para sí mismo, para ella —Susan— y para los otros. También es preciso reconocer la presencia de esa virtud, propia de su mejor prosa, que podría llamarse “reflexividad encarnada”, puesto que el narrador —ya lo sabemos, un hombre más bien viejo— a propósito de sus experiencias desmenuza con ligereza y profundidad, siempre de modo pertinente a lo que acaece y enlazado con ello, pensamientos e ideas acerca del amor y los distintos tópicos que la literatura, la filosofía, la psicología y la cultura pop y no pop han fraguado durante siglos. Quizás donde aquel oficio alcanza su punto más alto es, no obstante, la manera callada, casi imperceptible, en que logra diferenciar dos tiempos narrativos, los cuales corresponden a los dos momentos claves de la misma: el momento en que ocurrieron los hechos y el momento en que son recordados. Así, el lector, aunque esté advertido de que todo se trata de una rememoración (y que la memoria es falible), experimenta la lectura de la acción como si ocurriera en el presente y no en el pasado. Esto es especialmente vital cuando narra la génesis de este amor y el modo como lo vive el Paul joven porque allí Barnes, mediante un hábil juego de desplazamiento desde la segunda a la tercera persona, coloca al lector en el punto de vista ingenuo, entusiasmado y fresco de un joven, haciéndolo revivir con él, la época floreada y luminosa de esta historia.
Barnes apuesta por un relato cuyo valor se funda esencialmente en la “honestidad” narrativa. Este narrador dice entonces al lector: no le voy a contar cuentos sobre mi cuento, no le voy mentir, edulcorar, no voy tratar de autoexculparme ni tampoco de amortiguar la responsabilidad de Susan, ni de las familias, ni de la cultura inglesa, ni de nada. Seré implacable con los hechos. Pero cabe preguntarse ¿cómo se establece la verdad dentro de una narración si todo en ella es ficción, es decir, mentira? El truco, por cierto, es generar dos niveles de ficción (lo vivido y lo recordado), siendo la honestidad veraz la adecuación máxima del segundo respecto del primero.
La única historia es el relato solvente, pero no brillante ni genial, de un corazón destrozado; la revisión minuciosa de un hombre que, partiendo como un creyente en el amor, en un diálogo consigo mismo, intenta dilucidar el itinerario que lo condujo al vacío emocional actual, en el cual, si es que late todavía una llama lánguida de pasión, es gracias a ese amor juvenil por muy trágico, fracasado y horroroso que sea. Ese itinerario es brutal y esta novela es, propiamente tal, un descenso a los infiernos desde el paraíso.