Izquierdas y derechas tienden a producir en la política lo contrario de lo que originalmente pretenden, decía el filósofo alemán Robert Spaemann. Y no le faltaba razón. Durante años, la izquierda luchó en Occidente contra las leyes mordaza, el antiguo artículo 8° de la Constitución y la proscripción de determinadas ideas. Ahora, en todas partes está empeñada en conseguir exactamente lo contrario. Nos exige cuidar cada palabra, cada gesto y cada comentario. Incluso las miradas pueden ser objeto de sus juicios sumarios e implacables. No se perdona ningún error y todo se interpreta de la peor manera posible.
Yo no digo que estas actitudes sean patrimonio exclusivo de la izquierda; solo afirmo que ella tomó una bandera, la censura, que la derecha ya había abandonado. Cambiar de opinión no es malo, si uno lo advierte y evita mantener, al mismo tiempo, ideas que resultan contradictorias, como defender simultáneamente la corrección política y la diversidad. Porque promover la censura en nombre de la diversidad y la tolerancia me parece raro.
La corrección política que inunda hoy las universidades norteamericanas y que ha llegado a nuestro país apunta a una cuestión importante: no solo los puñetazos, sino también las palabras pueden resultar dañinas. Todo esto exige un ejercicio intelectual mínimamente sofisticado, que supone distinguir entre lo que es competencia de la legalidad de aquello que pertenece a la moral o a la simple buena educación. Pero los censores y las censoras que examinan cada comentario que hicimos en el jardín de infancia para determinar, desde su pedestal moral, si estamos capacitados para ejercer un determinado cargo no parecen dispuestos a exigir a sus neuronas un trabajo semejante.
Atendida esta realidad, me permito sugerir un criterio sencillo, rápido y fácil de aplicar. Si a usted le molesta un comentario, una caricatura o cualquier otra cosa que diga alguien que no adhiera al progresismo, piense simplemente: “Si eso mismo lo dijera The Clinic respecto de Sebastián Piñera, José Antonio Kast o un obispo, ¿estaría dispuesto a prohibirlo?”. El test del Clinic permite entender que no es justo quitarnos a nosotros los derechos que alguien está dispuesto a reconocerle a algún medio de izquierda. De lo contrario, quienes repudian los privilegios estarían instaurando algunos que no parecen justificables.
Lo dicho no significa que todo conservador o liberal de derecha vaya a tratar a sus adversarios como lo hace el Clinic en sus portadas con los suyos. Existen motivos para no proceder así, entre otros que ninguno de nosotros es un periódico satírico; pero esas son fronteras que uno mismo se impone y no obligaciones que unos progresistas pueden exigir coactivamente, mucho menos por Twitter.
El debate público tiene asperezas. Muchas veces incluye la ironía, la burla e incluso el mal gusto. En un mismo medio pueden convivir todas esas categorías, y la pretensión de tener un mundo aséptico e indoloro puede llevarnos a patologías mucho peores.
¿De dónde viene esta hipersensibilidad cutánea que muestran muchos de nuestros contemporáneos? Hay varias explicaciones. Una muy interesante se contiene en un libro de Lukianoff y Haidt que acaba de aparecer esta semana: Malcriando a los jóvenes estadounidenses (Fundación para el Progreso). Sobre la base de que “los jóvenes son frágiles”, las universidades se están transformando en unos lugares tan inocuos que ya no los preparan para la confrontación de ideas que enfrentarán en la vida real. Hoy todo puede ser una “microagresión”, un “discurso de odio” o cualquier otra práctica que una élite privilegiada considere inaceptable en un campus universitario. Así, se retiran invitaciones, se interrumpen conferencias o se prohíbe o exige la presencia de determinados libros en las bibliografías de los cursos.
Hay, además, un factor que no resulta desdeñable. Por diversas razones, en la sociedad actual constituye un buen negocio presentarse como una víctima. Por supuesto que las víctimas existen, y son muchas. Ahora bien, precisamente por respeto a tutsies, armenios, judíos, cristianos perseguidos o gitanos, debemos tener mucho cuidado a la hora de atribuirnos esas credenciales. La corrección política se ha impuesto con el expediente de ponerse en una situación que no le corresponde.
Otro factor que explica la difusión de esta mentalidad es el miedo de muchos ante su agresividad. Ciertamente, no se trata de hacer como Trump, que goza provocando a los demócratas con sus comentarios en Twitter. Pero entre las bravuconadas de cierta derecha y el miedo a lo que digan las redes sociales queda un amplio espacio para la valentía ciudadana, una cualidad esencial para la salud de la república.
Lo cortés no quita lo valiente. El clamor sin matices de las redes sociales y muchas manifestaciones de la corrección política se alimentan de nuestros temores. En efecto, no reinarían en el espacio público si no aceptásemos ser dominados por ellos. Es decir, solo se impondrán si olvidamos exigir a nuestros censores que, antes de acallarnos, se sometan al test del Clinic.