Perú es, en biodiversidad, uno de los países más ricos del orbe: y sus grandes regiones culinarias, casi tan numerosas como en México, están fraccionadas en cocinas locales, centradas en ciertos pueblos o ciudades con su tradición propia y particular, a veces muy diferentes unas de otras.
Por eso es que la aridez de la adocenada carta que se ha impuesto en los restoranes peruanos de Santiago comienza a producir verdadero tedio: no es que no haya lugar para la perfección en platos que son, en su mayoría, obras de arte; pero ¡es que es tanto lo que queda afuera! Por lo general, nos movemos entre causas y pulpo al olivo y arroz con pato y unos cuantos secos y cebiches. Y para qué decir los postres: pareciera que en el Perú no hay más que suspiros de limeña y crema volteada. Y, dígannos, ¿dónde están los cuyes asados o fritos, y los juanes, y los bistecs de gallina, y la sopa teóloga, y los tamalitos verdes piuranos? Y, entre los postres, ¿la gelatina de pata, el ranfañote? Y vea, Usía: me he referido a solo dos regiones culinarias peruanas…
El Chicha en ají nos tentó con la oferta de platos regionales inéditos en Chile, de los que probamos dos. Uno fue el “pepián de choclo con escabeche de congrio” ($8.500): el pepián es una mazamorra de choclo, de consistencia parecida a la que ponemos a nuestros porotos, pero atinadamente perfumada. Solo que nos parece que, hecha con mayor finura, no debiera advertirse el hollejo del choclo, tal como es el caso en las mejores de nuestras mazamorras. El congrio, perfecto, a la plancha. Y ¡qué bien queda la combinación!
La otra refrescante novedad fue el “solterito arequipeño” ($5.900): una rica y fresca ensalada, hecha con gran variedad de elementos. Como ese día no había queso fresco (que no es exactamente nuestro quesillo), nos preguntaron si la aceptaríamos con mozzarella. Accedimos y, en compensación, nos enviaron a la mesa un rocoto relleno con carne y queso, también muy poco común en Santiago: la gente cree que pica demasiado (a veces el rocoto es más brutal que un chile habanero de México, tan picante que lo usan para carenar barcos e impedir que se les adhiera la broma); pero el nuestro estuvo suave y delicioso.
Catamos también dos platos “del montón” santiaguino: unos anticuchos de corazón ($6.500), hechos con vaca brava, al parecer, que de ternura tenía poco, la desalmada: durones los anticuchos; y un tiradito de pejerrey ($8.000) buenísimo, con su salsita en punto de absoluta perfección.
El adocenamiento se hizo presente en los postres: un suspiro de limeña cuyo merengue no llevaba oporto (ni ningún otro vino dulce), y una crema volteada, hervida en el horno (ay) con apenas la mitad de la debida suculencia.
Encomiables las novedades. Muestren otras, que hay muchas. Servicio amable.
Manuel Montt 1335. 222045848.