Otra semana más ha pasado con un encendido debate respecto de cuánto debiéramos trabajar en Chile. El Partido Comunista (PC) nos quiere obligar por ley a que no trabajemos más de 40 horas a la semana. El Gobierno ahora quiere que no trabajemos más de 41 horas, pero en un contexto de mayor flexibilidad, es decir, algunas semanas podremos trabajar más o menos, pero llegando a la mágica cifra de 41 en promedio.
En un momento de mágica honestidad, ante la pregunta de si hay estudios sobre el impacto de una u otra propuesta, la respuesta desde el Partido Comunista fue digna de archivar: "Mentiría si dijera que en este momento tenemos un estudio de impacto absoluto de lo que va a significar para el país, cuántas empresas en concreto se van a cerrar o cuántas empresas se van a abrir, o cuántos empleos se van a cerrar o se van a abrir". Lamentablemente, los dos años transcurridos desde que presentaron esta moción no han sido suficientes para hacer dicho estudio.
El Gobierno por su parte, con una celeridad que no ha sido interpretada necesariamente como sinónimo de estudio delicado de la materia, ha dicho que su propuesta, gracias a la flexibilización e implementación gradual que contempla, generará un aumento de 340 mil empleos en cuatro años, mientras que la propuesta desde el PC iba a destruir del orden de los 250 mil empleos. Cada uno podrá sacar sus propias conclusiones.
Todos tienen derecho a sus opiniones y en los últimos días se han ofrecido varias. Renombrados economistas de distintas sensibilidades políticas han planteado sus reparos a una reducción forzada de la jornada laboral, recordándonos que "hay que elevar la productividad primero". Desde el mundo de los empresarios se han escuchado voces que valoran el debate, que hacen suya la importancia de cuidar la calidad de vida de los trabajadores y algunos se han puesto a trabajar en propuestas alternativas.
Se ofrecen muchas respuestas posibles, pero se echa de menos una pregunta:
¿Es pertinente que dos diputadas o el sistema político en su conjunto, que un estudioso sentado en algún Ministerio o un grupo de industriosos empresarios definan para todo el resto cuántas horas debemos trabajar?
La imagen de un burócrata soviético decidiendo cuál es el diámetro aceptable y obligatorio de una manzana resulta -espero- evidentemente absurda como evidente es el efecto que dicho sistema tuvo para los que querían vender o comer manzanas. La imagen de nuestro estudioso en el ministerio puede ser menos evidentemente absurda, pero es infinitamente más grave.
No es un secreto: cada sector de la economía tiene sus propias complejidades. Más aun, cada sector está tratando de anticipar -de imaginar- cómo ajustarse a verdaderas olas de cambio que transformarán la forma en que trabajan, producen e interactúan con consumidores, clientes y, desde luego, con sus trabajadores.
No hay manera de ignorarlo: donde se pone ese límite fijo para todos, para muchos emprendimientos equivale a que le fijen el nivel del agua mucho más arriba del cuello.
El sentido común de los trabajadores es innegable y por cierto ha sido escrupulosamente ignorado por casi todos los participantes en esta conversación nacional. Ante la pregunta del INE, en su encuesta mensual de empleo: ¿trabajaría menos horas, aunque esto suponga una reducción proporcional de su sueldo?, más del 95% responde que NO.
A los trabajadores tampoco les sirven las camisas de fuerza. Es más, ni trabajadores ni empresarios las toleran, aunque se las impongan por ley.
¿Qué porcentaje de los 8,5 millones de ocupados en Chile trabajan efectivamente las 45 horas que -mágicamente- dicta la ley actual? La respuesta seguramente no la tienen ni las dos honestas diputadas que reconocieron no haber estudiado el tema, ni aparentemente tampoco el estudioso experto ministerial.
Respuesta: apenas un tercio.
¿Cómo? Efectivamente, 2 de cada tres ocupados NO calzan con el número mágico actual.
Valga una aclaración para los que se sientan inclinados a gritar "¡explotación!", al enterarse del dato anterior: casi la mitad de los ocupados (47%) trabajan efectivamente 44 horas o menos. Sin necesidad de magia.
No cabe duda de que el sueño de todos es contar con una cada vez mejor calidad de vida, más tiempo para la familia y en general para actividades que van más allá de lo laboral. Pero cuando los sueños se quieren imponer por ley, se transforman en pesadillas.
Con mis disculpas previas a los lectores que no viven en Santiago, termino por reconocer la audacia de algunos partícipes de este debate, que esgrimen el dato -lamentablemente real- de las horas de vida que la gente pierde transportándose de su casa al trabajo. Algunos de los mismos que hace más de una década le quitaron un par de horas de vida a la gente con otra dosis de "magia" llamada Transantiago, ahora les prometen devolvérselas. Con más magia.