El aumento de las panaderías de barrio es de lo más positivo y alentador de la culinaria santiaguina en la última década. Sí, señor: lo esencial en este rubro no es el restorán, sino la calidad de lo que el chileno come a diario. Mientras eso no mejore, toda aventura restorantil será pura “superestructura”, espuma efímera y elitista, que va y viene con la moda apátrida, que no tiene raíces ni deja huella. ¿En qué se cimientan las grandes cocinas del mundo? En el saber comer de las familias. Es la cocina familiar la que debe dejar su impronta en lo que ofrecen los restoranes. Véase el caso estupendo del Perú.
Y, en este aspecto, la calidad del pan es fundamental. Es el “pan nuestro” de cada día: si es malo y la gente, sin embargo, lo acepta, no hay salvación posible.
En la panadería “Amasa Bakery” (incomprensible el porqué del nombre en inglés en un barrio de La Reina), se encuentra un buen pan integral, presentado con diversas formas, de las cuales nos ha gustado mucho una hogaza redonda ($1.000), que envejece bien (cosa importante). La marraqueta, en cambio, es de las finas, o sea, no buena: la buena marraqueta es la popular, la de barrio popular. Bien crujidora, miga no excesiva ni demasiado homogénea. Las hallullas, en cambio, son buenas, de esas para ir corriendo con ellas, tibias, a ponerles una gruesa capa de mantequilla.
Hay también pan de masa madre, que está muy en boga. Pero no pudimos comerlo: el lunes la panadería no atiende, y el martes no hay de ese tipo de pan porque “como el lunes no se atiende…”. Si no se atiende, todavía puede dejarse preparando la masa madre, ¿o no? Así llega al éxito una buena panadería.
En el capítulo, muy bienvenido, de aditamentos que expenden las panaderías chilenas, hemos encontrado diversas ricuritas bien hechas. Las de hojaldre, muy buenas: competentes croissants (sin dulce, afortunadamente, o sea, neutros), ricas las “trenzas de manzana”, buenas las medialunas rellenas con crema pastelera.
Veamos este punto de la crema pastelera: ciertamente, va puesta con generosidad donde quiera que ella figura (unos berlines descomunales, entre otras cosas), pero es ciertamente industrial: esto no debiera necesariamente hacerla menos buena, pero la que probamos está cargada a la fécula. Y lo mismo se puede decir de los kuchenes que catamos, de arándanos y de frambuesas: un monumento, un memorial a la maicena. Un buen kuchen jamás es una lápida de maicena bajo la que sucumben unas cuantas frutas. Es el kuchen a la chilena, es cierto; pero es malísimo.
Buenos los churros y los calzones rotos. Las sopaipillas, amarillísimas, pero deficitarias en zapallo…
Los precios, razonables (alrededor de $1.000 las “ricuritas”). Diríamos que debieran aumentar la variedad de panes, algo pobre ahora. Y hacer un esfuerzo por la masa madre. Estacionamiento fácil en José Zapiola.
José Zapiola 8500, La Reina. 222731525.