Acá llueve. No para de llover con una cadencia amarga, maligna. Cuando salgo a la calle camino rápido mirando el piso, como si huyera de algo. Cuando permanezco en casa solo tengo ideas obvias, apenas perceptibles debajo de una bruma somnolienta. Me tiene espantada el caso de una mujer con diabetes a la que le amputaron la pierna incorrecta en una clínica del conurbano bonaerense. Pienso mucho, también, en la frase de una depiladora que estaba hablándome de un hijo suyo con desprecio inaudito y que de pronto me dijo: “¿Te puedo hacer una pregunta?”. Le respondí que sí. “¿Hasta qué edad puede ser pelotudo un varón hoy en día?”. Llevo esa frase en la cabeza desde hace semanas. Me recuerda, en su forma, al arranque de la novela
Dos veces junio, del escritor argentino Martín Kohan: “El cuaderno de notas estaba abierto, en medio de la mesa. Había una sola frase escrita en esas dos páginas que quedaban a la vista. Decía: ‘¿A partir de qué edad se puede
empesar a torturar a un niño?'”. La frase, que descubre un joven conscripto en junio de 1978 mientras transcurre el Mundial de Fútbol en la Argentina, en plena dictadura, está escrita en un cuaderno de comunicaciones militares, pero lo que incomoda al conscripto no es la pregunta —¿a partir de qué edad se puede empezar a torturar a un niño?—, sino la falta de ortografía:
empesar y no empezar.
Le doy vueltas a lo que me dijo la depiladora, pero no sé qué hacer con eso. Solo me pregunto quién será ella, cómo funciona, por qué le dice esas cosas acerca de su hijo a una desconocida.
Miro la lluvia inhumana, esta hora gris que parece un
aleph de todas las horas grises, y de pronto me digo: “Así que todo esto se va a terminar”. Jugar con las gatas se va a terminar, la lascivia se va a terminar, las notitas dejadas sobre la mesada de la cocina —“Vuelvo a las siete, ¿cenamos afuera?”— se van a terminar, el olor a pan en el horno se va a terminar, el tipo que me entrevistó durante una hora asegurándome estar maravillado por mi trabajo y que me llamó por teléfono un rato después para preguntarme qué libro mío le convenía para “empezar” a leerme, porque nunca me había leído, se va a terminar, arreglar las plantas se va a terminar, los suéteres y las polillas y las meriendas del fin de semana: todo eso se va a terminar.
La casa está lenta. Proso en domingo. El día tiene el tamaño y la forma de un ser humano pequeño, arrebujado y triste. “¿Cuál es la verdad que hace infelices a los hombres?”, escribió E. E. Cummings.
Leo
Conversaciones con Marcel Duchamp, de Pierre Cabanne, que me pasó un gran amigo chileno. El libro es de 1967, el año previo a la muerte de Duchamp, el artista francés que, entre otras cosas, hizo en 1917 aquel
readymade que consistía en un urinario firmado con seudónimo, titulado
Fuente. Cabanne dice en el prólogo: “Como se verá, utiliza frecuentemente la palabra ‘cosa' para nombrar sus propias creaciones y ‘hacer' para evocar sus actos creadores. Las expresiones ‘juego' y ‘es divertido', ‘quise divertirme', aparecen a menudo; son los hitos irónicos de la demostración de su no-actividad”. Al principio del libro, le pregunta a Duchamp: “Cuando mira hacia atrás, ¿cuál es su primer motivo de satisfacción?”. Duchamp responde: “En primer lugar, haber tenido suerte. Porque, en el fondo, nunca he trabajado para vivir. Considero que trabajar para vivir es algo ligeramente estúpido desde el punto de vista económico. Espero que llegue un día que se pueda vivir sin tener la obligación de trabajar. Gracias a mi suerte he podido pasar a través de las gotas. En un cierto momento comprendí que no debía cargarse a la vida con demasiado peso, con demasiadas cosas por hacer, con aquello a lo que se llama una mujer, niños, una casa en el campo, un coche, etc. Y lo comprendí, felizmente, muy pronto. Eso me ha permitido vivir mucho tiempo como soltero mucho más fácilmente que si hubiera tenido que enfrentarme con todas las dificultades normales de la vida. En el fondo es lo principal. Por tanto me considero muy feliz. Nunca he tenido grandes desgracias, ni tristezas, ni neurastenias. Tampoco he conocido el esfuerzo de producir, puesto que la pintura no ha sido para mí más que un vertedero, o una necesidad imperiosa de expresarme. Nunca he tenido esa especie de necesidad de dibujar por la mañana, por la tarde, todo el tiempo, de hacer croquis, etc. No puedo decirle más. No tengo remordimientos”. Hacia el final de las conversaciones, Duchamp dice: “Me hubiera gustado trabajar, pero había en mí un fondo enorme de pereza. Me gusta más vivir y respirar que trabajar. No considero que el trabajo que he realizado pueda tener en el futuro ninguna importancia desde el punto de vista social. Así pues, si usted quiere, mi arte consistiría en vivir; cada segundo, cada respiración es una obra que no está inscrita en ninguna parte, que no es ni visual ni cerebral, y sin embargo, existe. Es una especie de constante euforia”.
Quisiera ser más sabia para no sentir, al leer eso, un tenebroso sedimento de envidia. ¿Cómo se vive? Nunca sabré.