El Tribunal Constitucional (TC) genera noticias y polémica. El Gobierno y los partidos preparan proyectos para modificarlo y los académicos multiplican foros y publicaciones. Algunos asumen el diagnóstico de que ese tribunal se ha transformado en una tercera Cámara y, para superarlo, proponen privarlo de buena parte de sus atribuciones o domesticarlo al Congreso, haciendo a sus ministros acusables constitucionalmente.
Otras propuestas, como el número impar de sus miembros o el cambio en la oportunidad en que examina las leyes, pueden ser acertadas, pero no enfrentan para nada las críticas que tienen al TC en la palestra, ni sus roces con la Corte Suprema.
El debate reformista arriesga girar en banda si antes no se clarifica lo que debe ser una Constitución en democracia. En esta materia reinan, especialmente entre los llamados progresistas, ideas contradictorias, que amenazan llevarnos por mal camino. Los progresistas y la mayor parte de la opinión pública postulan una Constitución extensa y florida, generosa en la consagración de derechos. A un mismo tiempo, cuando los jueces toman decisiones en nombre de la Constitución, especialmente cuando lo hacen para invalidar las decisiones adoptadas por la mayoría, ponen el grito en el cielo, acusándole de tercera Cámara, de cuarta instancia y de activismo judicial.
La contradicción, me parece, solo podría resolverse de una de tres formas: La primera es que la Constitución sea abundante en derechos, particularmente económico-sociales y los jueces constitucionales sean progresistas. Quien postule este primer camino, debe encontrar una razón para sostener por qué las decisiones judiciales pueden imponerse a la política cuando son progresistas y no cuando son conservadoras. Antes que eso, cualquier partidario de una Constitución abundante debiera explicarnos por qué sus ideas debieran imponerse al juego político de las mayorías y no en el libre juego de las mayorías. No visualizo respuestas que sean compatibles con la democracia, con la igual dignidad de quienes sustentan proyectos rivales.
La segunda alternativa es pedir una Constitución abundante en derechos, pero impedir que los jueces los apliquen. Terminar con el Tribunal Constitucional o, a lo menos, con su capacidad de invalidar las decisiones del Congreso o domesticarlo a sus deseos. Una democracia puramente mayoritaria es ciertamente posible, pero esa no será una democracia constitucional y el niño que vio al rey desnudo preguntará para qué se quiere entonces tener una Constitución. Para hacer declaraciones líricas, mejor es ponerlas en el himno patrio. Al menos, ese texto se aprende de memoria.
Desechadas las precedentes, queda una tercera alternativa: que entendamos la Constitución como un texto que se limita a imponer las reglas que puedan justificarse como precondiciones de la democracia y no a consagrar nuestros valores favoritos. Entonces las ideas morales y los programas políticos podrán competir libremente y en igualdad de condiciones por la adhesión ciudadana. Los jueces no estarán llamados a arbitrar nuestras legítimas disputas sobre moral sustantiva o sobre proyectos políticos, porque tampoco lo estará la Constitución. No se trata de eliminar de la Carta Fundamental las declaraciones de derechos; pero tampoco de minusvalorar aquellos que solo tienen consagración legal, pues la fuerza obligatoria de un precepto constitucional es la misma de una ley o de un decreto supremo. La diferencia no está en su fuerza vinculante, sino en el actor político que puede alterar un tipo de norma u otra. Una Constitución contiene aquellas reglas y principios de los que las mayorías no pueden disponer, el llamado coto vedado de la política y, por ello, en su texto solo merece estar aquello que la moral debe imponerle a la política para que funcione la democracia.
Sostener que todo lo importante debe estar en la Constitución es no entender su papel contra mayoritario o confiar poco en la democracia. La tutela del derecho y de los jueces constitucionales sobre la política debe existir, pero constreñida a resguardar las formas democráticas y no los valores sustantivos. Sobre ellos, no nos queda sino continuar deliberando y resolviendo por mayoría, si es que de verdad creemos que somos iguales.
Ciertamente podemos pedirles a los jueces constitucionales que sean minimalistas en la interpretación constitucional y que no nos impongan su ideología, pero solo si antes, colectivamente, no pretendemos una constitución maximalista. Las constituciones obesas no se avienen con tribunales constitucionales apolíneos.