Las obras de Mike Wilson, si bien presionan arriesgadamente sobre la forma tradicional de la novela, reclaman para sí mismas ese género literario, que a la vez confirman y cuestionan. Esa actitud doble, de afirmación y negación, se puede advertir en
Leñador, en
Ártico y, desde luego, también aquí, en
Ciencias ocultas.
La novela gira en torno a una escena, una escena que Wilson selecciona entre los tópicos de la tradición de la novela, un lugar común de la narración novelística, una escena que es imposible que un lector de novelas no haya leído alguna vez: un crimen ocurrido en una habitación cerrada. Esta escena ha sido, por cierto, abordada una y otra vez por los cultores del genero policial, desde su fundador (Poe, en
Asesinato en la calle Morgue, escribe una narración paradigmática) hasta las numerosas variantes que ofrecen escritores contemporáneos. Sin desechar la vena paródica, esa escena es elegida porque, más allá de ese género, como lo han subrayado algunos estudiosos, es a partir de ella que se estructura el modelo del relato tradicional con todos los elementos y sus supuestos. El enigma que involucra esta escena viene a ser una metáfora del problema científico y el narrador —el detective— es el científico que debe resolver una ecuación, sobre la base de la observación cuidadosa y la aplicación de un método apoyado en el estricto principio de causalidad, que permite concebir el mundo como un cosmos, sujeto a un orden racional descifrable, y no como un caos que oculte el absurdo. Estos supuestos son el blanco último de esta novela de Mike Wilson.
El narrador de
Ciencias ocultas inicialmente se comporta como ese detective-científico, y el relato, en consecuencia, se traduce en una descripción pormenorizada de la escena del crimen, un narrador que empuja hasta el absurdo su capacidad de observación y de mirada penetrante. En casi dos tercios o más del relato, Wilson va con morosidad reconstruyendo visualmente para el lector la habitación, su decoración, diseño y contenido, sin que la acción, en apariencia, progrese: el crimen se ha cometido recién, el cadáver yace ensangrentado en el suelo, cuatro personajes, incluido un perro irlandés, lo rodean y escudriñan. En rigor, en la visión más literal, la novela es una indagación de ese estado en que la suerte ya está echada y la acción de los sospechosos es casi inexistente. “Hay culpa”. El texto de Wilson permite reflexionar de nuevo acerca de en qué consiste la acción narrativa, porque a pesar de esa discreta movilidad, o casi inmovilidad, la narración progresa, avanza no en los movimientos exteriores de los personajes, sino en la visión del narrador. La persecución de su mirada acuciosa conduce a una tempestad, a una deflagración, a una corriente caótica en que cada objeto y el cuarto mismo en el que la escena transcurre estallan. No existe un cuarto cerrado, porque cada elemento y cada objeto, en principio contenido en ciertas fronteras o límites, se abre persistente hacia objetos, mundos e historias ubicadas más allá de ese cuarto. El enigma del crimen en cuarto cerrado plantea un problema gnoseológico insuperable: el mundo nunca es un universo cerrado, sino una red de referencias abiertas, que se multiplican y entrelazan; así, describir ese cuarto es un proceso prácticamente interminable o imposible. En la descripción de una pintura que cuelga de una pared —hay varias—, de un mapa, de los libros de la biblioteca, el narrador conduce al lector hacia fuera del cuarto por derroteros insospechados. La regla de que el límite de una descripción se detiene en los “detalles relevantes” salta por lo aires, porque para el narrador, de una erudición infinita y una precisión lingüística de relojero, todos los detalles son relevantes.
La capacidad “ekfrástica” de Wilson —su talento para generar con palabras imágenes visuales exactas— es notable y parece que esa habitación, la habitación del crimen, se alza, después del trabajo del narrador, ante los ojos del lector, atiborrada de objetos ya significantes, un cúmulo de pistas ya descifradas, en una suerte de hiperrealismo que recuerda a algunos cuadros flamencos.
El giro —y el colapso del orden racional— acaece cuando en ese cosmos, en un rincón, el narrador encuentra un objeto que no debía estar ahí, su libreta de apuntes. A través de ella se introduce una segunda escena en el relato, la escena invertida de la primera, una escena que describe, con gran ternura y dolor, la muerte de su hija, la cual muere porque no puede dormir, por insomnio incurable, es decir, precisamente por hipervigilancia.
Alegórica, esotérica, en apariencia desmesurada y, a la vez, esmeradamente concebida y reflexiva, Wilson recorre con
Ciencias ocultas un camino para el novelar arriesgado pero que en ningún momento le resta rigor y dominio del lenguaje, claridad y libertad imaginativa.