Los que actuamos en política no somos responsables de los actos de violencia, pero sí del ambiente político, el que es determinante para que esta crezca o se marchite. Los más viejos recordamos la atmósfera en que grupos relevantes justificaron o legitimaron la violencia, la que terminó convirtiéndose en una política de Estado, apoyada por no pocos.
No se trata de negar las muchas causas del fenómeno, sino de reconocer los entornos políticos en los cuales el desquiciamiento de los fanáticos logra florecer.
Un componente de ese ambiente parece ser la intolerancia. Su primer e inocente paso es esa tendencia, tan natural, a reafirmar nuestras percepciones y a evitar escuchar a quienes las cuestionan, hasta ignorar al distinto. La capacidad que hoy tenemos de vivir en un solo y homogéneo barrio, de tratar solo con nuestros iguales, de adscribirnos a una prensa, de cambiar de canal, de bloquear una fuente de información, de seleccionar a algunos tuiteros y hasta de reducir nuestra escucha a los grupos de chat de los semejantes adormece al músculo de la tolerancia. La libertad de expresión no parece ya garantía suficiente y no están los tiempos para establecer por ley el deber de escuchar a los distintos. Con todo, sí cabría en esto una reflexión al Parlamento, pues es el lugar donde debiera exaltarse la tolerancia política. No pretendo excluir ingenuamente la pasión, pero el hemiciclo vacío, los letreros, la consigna o el retrucar una postura en razón de alguna conducta anterior del adversario que la sostuvo, deterioran ostensiblemente la tolerancia política.
El segundo es el desprecio. La predisposición de que el otro no tiene nada positivo que aportar en el debate por ser quien es; por haber sido o ser pinochetista, marxista o lo que se quiera. La predisposición a juzgar lo que se dice por provenir de quien lo dice.
Si el primer paso es sacar al otro de las frecuencias que sintonizo y el segundo, despreciar su habla, el tercero consiste en privarlo de dignidad. Los marxistas, decía el almirante Merino, no tienen derechos humanos porque son humanoides. Así, para justificar la violencia es necesario que haya un enemigo, que este sea tenido por temible y despojarlo de rostro humano. Contra ese adversario se puede atentar sin remordimientos, pues no es nuestro semejante.
Me parece que otro facilitador de la violencia es la exaltación de la indignación. La rabia, que en cuotas razonables ayuda al cambio, exaltada como expresión de los puros en contra de los malos, es un escalón necesario de la violencia de los buenos contra los malos. ¡Cuánta exaltación de la indignación hacen hoy aquellos que buscan ser contados entre los buenos!
El cuarto es la sobresimplificación de la realidad. Si la violencia necesita legitimarse en la narrativa de los buenos contra los malos, la clasificación maniquea exige suprimir los grises. Es necesario que los problemas no sean complejos. Solo así, en un bando estará el bien, los patriotas, y en el otro el mal, que merece ser aniquilado, incluso por la fuerza. Afortunadamente, un sector importante de la juventud ha decidido incorporarse a las instituciones y allí han debido lidiar con las complejidades de administrar el poder. Después de esa experiencia cuesta más sobresimplificar.
Otro componente parece ser el del mesianismo social. Lo bueno no solo debe ser simple, sino alcanzable en este mundo. Se trata de reformar el orden para que las personas sean buenas, pues el mal está en alguna parte de las estructuras y no en la naturaleza humana. Alcanzar tan luminosa redención sí puede justificar la violencia.
Por cierto, el desprestigio de las instituciones tiene su parte. Pero en nada ayudan a reforzarlas los discursos que muestran a todos los políticos como malos que hacen padecer a una ciudadanía pura; como tampoco ayudan las propuestas de reforma institucionales simplistas, como tantas que hoy pregona el Gobierno.
Las bombas recuerdan la necesidad de reforzar la inteligencia, de redoblar los esfuerzos investigativos y de sancionar. Bienvenidas también las enfáticas voces de condena que se escuchan por estos días. Pero cuando, además de las bombas, vemos extenderse y justificarse expresiones más tenues de violencia en el principal de nuestros liceos y en algunas reivindicaciones étnicas, es hora de reconocer el peligro y de preguntarse lo que cada uno de nosotros hace para fomentar o debilitar las condiciones políticas en que fructifica la violencia.