Cuesta un poquito entender que un lugar que se publicita ofertando “food and drinks” sea bien venezolano en su carta. Tanto por fuera como por dentro —falta la música identitaria— se ve como un sitio en extremo neutro. Esto, en la primera impresión —que puede ser la última, por eso el riesgo—, porque en su interior se come en extremo bien, con una atención que explica e invita a explorar una cocina poco conocida en nuestra capital.
Para beber, una combinación de panela —una suerte de chancaca— con jugo de limón, el Papelón ($5.690, la jarra), glorioso y no empalagoso, como podría suponerse erradamente. También tienen cerveza venezolana. Y Frescolita, una gaseosa local, de esas que alimentan a la nostalgia. Y junto al bebedizo, unos tequeños —masitas rellenas de queso derretido—, de cortesía. Aparte, la guía de quien atiende, con una santa paciencia e inagotable simpatía.
Para comenzar, una tabla surtida de cositas para picar: la Bandeja de todito ($13.800). Con tres miniempanadas de trigo con queso, tres de harina de maíz con carne y pollo —bien aliñadas las carnes, sabrosísimas—, tres miniarepas, tres tequeños, tres mandocas —unas roscas de maíz, plátano, queso y panela—, cinco sopaipillas y papas fritas. Todo en extremo bien hecho, pero las papas fritas al debe, algo gomositas, la verdad.
Luego, ya algo rellenitos tras el festival de la fritura, un pabellón venezolano ($6.900), a saber: con blandísima carne mechada deshilachada, porotos negros con harta sazón, arroz blanco y croquetas de plátano dulce, algo especiadas. Quedará para la próxima una muy típica chuleta ahumada, pero como ese día había asado negro, se fue a por él: carne cocinada en… papelón, y vino, y especias. Nuevamente blanda del verbo, al punto que la oferta de sándwiches del lugar —entre ellos uno de cordero estofado con berros— cobró un nuevo valor frente a la evidencia: tienen buena mano para la proteína animal. También tienen variedad de hamburguesas, ojo.
Ya en las finales, y aunque había más de un postre típico, hubo que tirar hidalgamente la toalla y beber un café muy concentrado. De todas maneras llegó a la mesa un pocillo de chicha criolla —por pura gentileza, más aún—, una bebida/postre hecha de arroz y leche, a la que se le adiciona harta canela y leche condensada. Bien fría, bien relajante.
Entonces, con un pequeño fashion emergency, estamos. Porque la buena onda y la cocina —y precios bien acordes a un estilo sencillo—, ya están más que bien. Y todo esto con poco tiempo en funciones, ojo.
Manuel Montt 1839. 936731325.