El dramaturgo y actor Alejandro Sieveking es quizás el último sobreviviente de la generación del teatro universitario, ese grupo de talentosos autores que escribieron durante las décadas del 50 y 60, impulsando una renovación y fundación de la dramaturgia nacional. Sieveking fue uno de los autores íconos del Teatro de Ensayo de la Universidad Católica (TEUC). Presentó obras emblemáticas de la historia del teatro chileno, como “Ánimas de día claro” (1961) y “La remolienda” (1965), ambas dirigidas por Víctor Jara. Es por eso que resulta poderoso e inspirador verlo en el escenario actuando, con 84 años, en una obra de su reciente producción, “Todos mienten y se van”, bajo la dirección de Alejandro Goic, líder de Bufón negro y con una amplia trayectoria en dirección.
Sieveking es un teatrero inmenso que lo hizo merecedor, algo tarde, del Premio Nacional de Artes de la Representación y Audiovisuales en 2017. Su prolífica escritura dramatúrgica ha experimentando con distintos temas y registros, ahí están las obras más políticas (“Tres tristes tigres”), como las más juguetonas (“Pobre Inés, sentada ahí”). En tanto, como actor ha destacado en roles teatrales clásicos y modernos y cinematográficos (“Play”, “Gatos viejos”, “El club”, entre otros). Y, como si fuera poco, escribe una trilogía que se inició con “Todo pasajero debe descender” (2012).
Se trata de un dramaturgo alejado de lo obvio. Sus obras toman elementos de la realidad que él tuerce y esconde en una pátina absurda. Sus tramas nos confunden y desconciertan hasta que jalamos la hebra de su intención. En este caso, nos sitúa en un café capitalino en el que confluyen cuatro historias paralelas que se cruzan de modo funcional pero no esencial. Hasta ese café céntrico llega una pareja mayor: Anita Reeves, encarnando a una actriz que fue famosa, y Alejandro Sieveking, como un escritor que ha obtenido fama recientemente y que ahora corteja a una mujer más joven. Ahí son atendidos por un tímido mozo que es acosado por la dueña del café que solo quiere tener sexo con él, y una pareja de homosexuales glamorosos que quiere contratar los servicios sexuales de un tercero, cuyo trabajo es manejado por su mujer que lo ama, se supone, pero lo arrienda para castings y tríos. Y, por último, una pareja de jóvenes millennials que solo ven sus celulares en otra mesa. Todo es exagerado, paródico.
Un punto alto del montaje es la presentación de los personajes, con una voz en off que lee las didascalias de sus estrambóticos perfiles. Ese registro acompaña el quehacer de estas duplas disonantes que comparten la terraza del café y la condición de testigos de marchas que perturban la ciudad. Todos ellos son distantes, indiferentes y hasta contrarios a las manifestaciones sociales. Más bien, cada una de estas duplas está ensimismada en satisfacer sus deseos narcisistas inmediatos, sean estos el reconocimiento por la gloria pasada, el dinero del sexo fácil, consentir el abuso para seguir siendo servicial o mirar la pantalla del celular sin interrupciones. No hay épica en estos personajes, que actúan para su propio ego mediocre.
La trama es atractiva pero falla en la articulación de las historias porque son muy desniveladas. La pareja central es entrañable. Gregoria (esta vez, “Anita Reeves”) y Guillermo (“Alejandro Sieveking”) mantienen un diálogo que despierta risas y reflexión sobre la amistad, la vejez y las utopías personales y sociales. Y, luego, están las historias satélites, se entiende en clave paródica, pero que no son bien exploradas. Por ejemplo, la historia de la pareja gay daba para mucho más. Sin embargo, en esa pincelada Juan Pablo Miranda se luce con un personaje gracioso, que dice mucho con el movimiento de sus ojos y sus gestos. Por otra parte, en la pareja compuesta por el fisicoculturista y “modelo” es interesante la naturalidad con la que Giordano Rossi justifica su trabajo. La pareja de la cafetería no presenta mucho interés, aunque el personaje del mozo sigue muy bien el juego de los clientes. Por último, la dupla de millennials merecía algo más que justifique su presencia en escena y que expresara el quid de esa generación.
Otro punto alto es la sofisticada escenografía, hecha por el arquitecto Sebastián Irarrázaval, con velos traslúcidos y volúmenes en altura que, a su vez, sirven para otorgar el contexto histórico. Por momentos, la obra pretende ser una comedia, pero hay una incomodidad de fondo que arruina esa idea e instala una mirada ácida sobre los tiempos actuales y la crisis política.
Mentiras y verdades se enredan en esta realidad. Queda latiendo la hipocresía, el egocentrismo, el utilitarismo y la ridiculez de la existencia humana, esa que necesita satisfacer el ego por sobre las necesidades colectivas. Para esta reciente obra, el dramaturgo ha dicho: “No hay que mezclarse con la realidad, basta con verla pasar”. Y es así como instala una mirada cínica sobre la actualidad, demostrándonos que el oficio y el talento no tienen fecha de caducidad.