Tener un buen chef pastelero no es poca cosa en un país como este, todavía culinariamente machista, cuyos machos “no comen dulce” y despachan la comida, quizá, con solo un café.

En el restorán Punto 8, alusión algo obvia al piso 8 en que está ubicado, hemos comido dos postres excelentes, tanto en concepción como en ejecución, y presentados, además, en el tamaño justo que conviene (nada de esas minucias que no alcanzan ni para dos bocados, ni esas porciones abotagantes que aparecen por ahí): una tarta tibia de manzana ($ 5.500) con muy buen helado de canela (rico aunque innecesario: esto de ponerle un zurungo de helados a los postres es mala herencia de la cocina yanqui, amiga del agua helada antes de comer y de hielo en el whisky; reemplácenlo, si han de agregar algo, por crema chantilly); delicada la masa y la cubierta de manzanas laminadas. El otro fue una torta de chocolate con relleno de murtillas y zarzaparrilla ($5.500), en formato de pastel, no de tajada de torta, más —de nuevo— un zurungo de muy agradable helado de hierba buena. La cubierta, de una especie de ganache de chocolate, buenísima.

Los platos salados no estuvieron a la altura. La “esfera de jaiba” ($10.500) con crocante de calafate (huya Usía de todos estos crocantes) resultó ser eso: una bola negra de crujiente exterior, demasiado tostado, cuyo interior de carne de jaiba quedó opacado por ese poderoso “container”: muy chica la bola para el precio, y aunque cobraban seguramente en él lo laborioso de su ejecución, la concepción misma es defectuosa. Mal.

El plato de “sabores del Pacífico” ($11.900) trae estos bien disimulados por un exceso de jugo de limón (ofrecen más, todavía, en un jarrito aparte…): surtido en que predomina el pulpo, con trocitos de centollón (que no es, como se nos dijo, la “parte más gruesa de la centolla”, sino un crustáceo parecido a ella), “huepos”, algunas alguitas fritas crujientes (buen contraste) y harto puré de palta, que consuela. Si los trocitos fueran más grandes, podrían informar realmente de cómo son los sabores del Pacífico.

Nuestro filete “ahumado” ($14.500), cuyo ahumado no tuvo presencia en el plato, venía acompañado de un “cremoso” (¿por qué usar esta fea palabra en vez de “puré”, que todo el mundo entiende?) de coliflor con aceite de trufa y habas. La coliflor es aquí el gran atractivo del plato, porque la carne no interesa tanto: pero, ay, el añadido del aceite de trufa la desvirtúa totalmente: la trufa requiere, como aliada, una materia de sabor más neutro (huevos, papas, pastas). Habas bien hechas. Pobre coliflor.

La carta exhibe ingredientes chilenos. Pero eso no hace chileno un plato: lo que sí lo hace es la técnica de preparación y la memoria de lo tradicional. Y eso faltó. Pretenciosa descripción de los platos: modérense. Servicio amable.

José Victorino Lastarria 299, piso 8. Santiago. 224969010.