A pesar del modesto nivel de aprobación de que goza, pienso que el segundo gobierno de Piñera es mejor que el primero. Tengamos en cuenta que se encontró con la caja vacía, unas reformas legales deficientes y un panorama económico internacional poco auspicioso.
Sin embargo, los chilenos tenemos razones para estar incómodos; y como en el fútbol, cuando el juego del equipo no nos gusta resulta inevitable ponerse a opinar. Esto desagrada a los presidentes, porque piensan que los columnistas no le hemos ganado una elección a nadie. Es verdad, pero no vale como argumento para descartar las opiniones molestas.
En todo caso, esta semana también ha hablado el gurú de todos los gobiernos. El sacrosanto FMI ha señalado que es necesario sacar adelante las reformas pendientes. No ha dicho que sean malas; muy por el contrario, ha instado a ponerlas en marcha cuanto antes. Sin embargo, esta tarea que puso al Gobierno no es una materia económica, tributaria, financiera, contable o monetaria. Los propios economistas de este organismo internacional nos recuerdan que estamos ante una cuestión política.
Ahora bien, aquí pasa algo raro. Las reformas que se propone el Gobierno son infinitamente más populares que el Gobierno mismo. A la gente le molesta que, a casi un año y medio de haber asumido, aún no pueda sacar adelante lo que prometió. A pesar de que no tiene mayoría legislativa, responsabiliza al Gobierno.
La primera explicación para no haber hecho las tareas es muy sencilla: la culpa es de la oposición, que es un caos y solo sabe obstruir. No seré yo quien lo niegue, pero ese es un dato del problema y no una razón para darse por vencidos. La política es, precisamente, el arte de resolver ese tipo de dificultades. Sin embargo, si la política es lo central, ¿por qué el Presidente se limitó a hacer cambios sectoriales en el último ajuste ministerial? No creo que piense que estas nuevas figuras lograrán impulsar sustancialmente una economía cuyo crecimiento depende de factores externos —que no controlamos— y de la puesta en marcha de reformas que suponen habilidades políticas y no conocimientos técnicos, que sobran en la actual administración.
Otra posibilidad es que el Presidente piense que, en el fondo, para la política está él. Este peligroso razonamiento sería la causa de que lo veamos a toda hora y en todas partes, matinales incluidos. Una vez me contó un testigo que, en un partido de juveniles, vio a Maradona tirar un córner, correr a cabecearlo y hacer el gol. Si es verdad, eso solo puede hacerlo el Pibe de Oro, que por algo fue después un pésimo entrenador. Un presidente debe ordenar el juego político, no contribuir a desordenarlo.
No es casual, entonces, que el cambio de gabinete haya dejado el panorama político igual, salvo la molestia de la UDI, y que Sebastián Piñera tenga que multiplicar sus intervenciones para explicarnos qué está pasando. Él está para otra cosa, le sobran capacidades para volar a otro nivel y el país requiere con urgencia que, por la tendencia a apagar mil incendios, no abandone un lugar que solo él puede ocupar.
Pienso que interpreto a muchos ciudadanos corrientes si sugiero tres cosas. La primera, es que no se demore tanto en tomar decisiones dolorosas. Ya lo vimos en su primer gobierno, donde las excesivas tardanzas se pagaron muy caro. En la bolsa o las finanzas puede ser un comportamiento muy inteligente el esperar con nervios de acero hasta el último momento. Pero esto es otra cosa, llamada política. Aquí no se trata de contemplar o esperar a que pasen ciertas cosas, sino de cambiar la realidad, lo que exige un fino manejo de los tiempos.
En segundo término, no basta con tener buenos ministros: hay que confiar en ellos, dejarles espacio y no pretender ocupar su lugar cada vez que se equivoquen. A mí, al menos, no me convence el famoso esquema de las reuniones bilaterales, donde los ministros entran con el mismo nerviosismo con que se enfrentaban en la universidad a los profesores que tenían fama de “perros”. Las abundantes neuronas de Piñera y sus dotes de liderazgo están para delinear la acción de los ministros, no para conocer cada minucia ni, mucho menos, hacer el trabajo que deberían realizar ellos.
En tercer lugar, parece necesario insistir una y otra vez en las prioridades: con ellas vibra el corazón de sus electores. Si el Gobierno muestra iniciativa, flexibilidad y disposición al diálogo, la ciudadanía sabrá que si las anheladas reformas no salen adelante, la culpa será de una oposición desordenada y cerril. El Gobierno no logrará todo lo que esperaba, pero los electores sabrán a quién cobrarle la cuenta.
Quizá haya llegado el momento para que ambos, Gobierno y oposición, hagan una pausa y redefinan su modo de jugar. Tal vez las encuestas y el FMI estén diciendo lo mismo: que hay que evitar tanto la omnipresencia presidencial y la multiplicación infinita de iniciativas gubernativas como la nefasta práctica opositora de afirmar su identidad mediante un bloqueo sistemático.
Parece que los economistas y el público impelen a lo mismo, a hacer política, que no es todo, como pensaba Gramsci, pero sí casi todo.