El viernes falleció, a los 89, este Nobel de Física (1969) y le avisé a Eric Goles, el expresidente de Conicyt, quien lo trajo a Chile el 2001. “¡Qué pena!”, me respondió. Yo siento también una extraña pena.
Cuando lo entrevisté en Santiago, entonces, él no quería periodistas, pero al tenerlo al frente, rezongón, yo contaba con un arma secreta que derribó barreras. Me sentía minúsculo frente a este titán (hablaba 13 idiomas), pero él y yo lucíamos, por casualidad, complejísimas corbatas diseñadas por Jerry García, voz del conjunto GratefulDead, muerto de sobredosis en 1995.
“¡Nunca había conocido a un periodista con una corbata de Jerry García!”, me dijo. Y su sonrisa me alentó a seguir.
Me abrió la multiplicidad de sus intereses. Partió contándome cómo con su mujer habían diseñado juguetes gigantes. Y de su preocupación por la política, a la que buscaba aplicarle pensamiento científico, modelamiento computacional.
“Me encanta ver el lado divertido de las cosas”, me dijo; tenía 72 años entonces y me aclaró que ya no trabajaba en física de partículas elementales. Defendió la productividad de los físicos, pese a la edad. “Es una curva, un asunto estadístico; uno puede estar en el extremo de la curva”.
Gozó contando su experiencia de conocer gente. “Uno se conecta en forma tan fácil y apasionada, es un privilegio”. Y habló de personas en las humanidades, el espectáculo, la gente pública, los empresarios, los políticos.
Él mismo destacaba en observación de aves, arqueología, lingüística, historia natural… y, tras enviudar de una arqueóloga, se casó con una poeta. “Las experiencias intelectuales y las estéticas producen un montón de felicidad”, me dijo.
Fue uno de los grandes físicos del siglo pasado. Sistematizó los descubrimientos de partículas elementales. En el escritor James Joyce encontró la palabra “quark”, la que usó para bautizar una partícula elemental descubierta matemáticamente para afianzar las miradas hacia la materia y la física cuántica. Si un átomo fuera del tamaño de la Tierra, un quark sería como una piña, escribía Timothy Ferris, entonces.
El New York Times, el sábado, en su obituario dice que Gell-Mann clasificó –como lo hace la tabla periódica de los elementos– las partículas elementales: protones, neutrones, mesones y otras cuyos descubrimientos adornaron el siglo XX. Cita a David Gross, también Nobel: “Con una imaginación casi mágica, Gell-Mann discernió los patrones y las simetrías que conectan las muchas nuevas partículas descubiertas”.
Precoz, a los 19 se graduó de físico en Yale y a los 22 se doctoró en el MIT. Había terminado la educación media a los 14. Habló tarde, a los 2 años, en Manhattan, sus primeras palabras habrían sido: “¡Oh, las luces de Babilonia!” (Sus padres, inmigrantes de Europa del Este, vivían pobremente tras el quiebre de su escuela de idiomas durante la depresión).
El NYT encargó su obituario a George Johnson, autor de “Murray Gell-Mann y la revolución de la física en el siglo XX”. Termina recordando cuando él imaginaba extraterrestres de 14 ojos con cerebro enroscado, pero capaces de descubrir las mismas leyes fundamentales que los científicos en la Tierra.
Las corbatas de Jerry García no aparecieron esa mañana de Santiago 2001 por casualidad. Él abrió su conferencia ante una multitud, en el Sheraton, extrayendo un manojo de esas corbatas para anunciar: “¡Hablaré sobre la complejidad!”.
Qué privilegio haber conocido a este ser ávido de sistematizar la complejidad. El mundo lamenta su partida.