¿Debiéramos celebrar que el PR y la DC den muestras de querer recuperar el centro, disponerse a negociar y abrirse a los acuerdos? No me refiero a la alegría inmediata del gobierno, que se esperanza con sacar adelante este o aquel proyecto, ni de la desazón de la izquierda de ver que se resquebraja la unidad opositora y se aleja la posibilidad de volver al poder. Tampoco de los justificados temores de los propios DC y PR acerca de cuál será su futuro electoral más próximo, si es que ese desmembramiento se verifica. Ni siquiera hablo de la encrucijada que esto debiera generar en Evópoli, que ya no tiene despejado el camino para conquistar el centro o de las oportunidades que se le abren de unirse al que se forma desde la izquierda. Me refiero a si debiéramos alegrarnos o no por la democracia que exista un centro dialogante y articulador.
Mi respuesta, que ciertamente no será del agrado de los que creen que la verdad está siempre de su lado y que no queda mucho para la victoria final y la derrota definitiva de sus equivocados adversarios, es que el giro que van tomando las cosas es una buena noticia para la democracia.
Uno de los ensayos más lúcidos e influyentes acerca de nuestro último quiebre democrático, escrito por Arturo Valenzuela, hace ya 40 años, argumenta, de manera bastante convincente, que una de las principales causas del quiebre del 73 estuvo en que el polarizado y sobreideologizado clima de entonces erosionó las posibilidades de un centro pragmático y articulador.
La historia no se repite. No estamos ante un quiebre inminente de la democracia, pero el prestigio de las instituciones que la sostienen es preocupantemente bajo. Los riesgos no vienen por el lado de los golpes militares, pero sí del populismo, de las promesas fáciles, de la sustitución de las políticas complejas, bien pensadas y eficaces por la consigna testimonial. Ya no existe polarización ideológica, pero el arrollador avance de las posiciones de trinchera atiza y empobrece el lenguaje político de un modo similar al que provocaron las visiones holísticas de aquel período. Es cierto que el pragmatismo y la privatización de la vida hacen que debamos descreer del compromiso que se manifiesta en ese amenazante y descalificador lenguaje del todo o nada, tan habitual en redes sociales, marchas y en no pocos discursos de diputados y dirigentes. Detrás de él no existe el compromiso de vida que había tras los ideales que se expresaron en los 60 y hasta el quiebre del 73. Pero, si alguien piensa que tras ese afiebrado lenguaje hay pura bravata, finta o amenaza, para volver todos luego a ser amigos, yo lo invitaría a presenciar una de esas sesiones de la Cámara en las que los letreros sustituyen las palabras y las descalificaciones a los argumentos. Y si ello tampoco le preocupa, entonces lo invito a asistir a alguna toma del Instituto Nacional o de algún otro liceo emblemático y a tomarles allí la temperatura a la intolerancia y a la violencia, que esos muchachos han aprendido de sus mayores, solo que se la han tomado más en serio. El tiempo anda rápido. En pocos años serán los líderes de opinión.
¿Puede un centro articulador y pragmático cambiar este clima, al que, hasta el Jefe de Estado echa carbón de cuando en vez con sus apelaciones al patriotismo?
Me hago esa ilusión. Un centro que tiende puentes necesariamente obliga a dar y recibir razones, a hacer más complejo el debate, a serenar un tanto la pasión y dar paso a la razón. Ciertamente nada es mágico ni automático. Quienes negocian están siendo acusados de tibios y de traidores y se verán tentados a responder en el mismo tono; pero además deberán dar razones de su decisión y ello obligará a debatir y a sopesar, con algo más de información y serenidad, las virtudes y defectos de las políticas públicas en cuestión, que finalmente son el trigo que queda luego de que el viento despeja la paja.
Nada facilitaba más el camino al populismo que la percepción que se había logrado instalar de que negociar y comprometer era un oscuro ejercicio político, y que ceder para ganar era traicionar los ideales. En ese ambiente la democracia se hace imposible, pues la deliberación en la que sustenta se empobrece. Me parece que eso es lo que, más allá de lo técnico y de la hojarasca política inmediata, han venido a confrontar los diputados de oposición que tuvieron el coraje de aprobar la idea de legislar esta semana.