A mí no me preocupa demasiado la pelea de los fiscales de Rancagua. Lo que de verdad me inquieta es que pensemos que la fiscalía se hunde y que, como reacción, apretemos de manera precipitada el botón de pánico. Sería una pésima idea, porque nos podrá distraer de los auténticos problemas que enfrenta nuestro Ministerio Público; no son tan graves como parecen a primera vista, pero exigen actuar a tiempo y con la cabeza fría.
De partida, sería un error culpar de todos estos males al nuevo sistema procesal penal y abrigar alguna añoranza del antiguo, que era malo e injusto. ¿Cómo pudimos aceptar, por décadas, un esquema donde una persona (el juez) investigaba, luego acusaba al inculpado y finalmente, en un desdoblamiento mágico, debía decidir si su propia acusación era correcta o resultaba infundada, para después condenar o reconocer su error y absolver al reo? Un esquema así, donde un mismo individuo era juez y parte, choca de frente con cualquier régimen constitucional decente. Por lo mismo, debiéramos apuntar a que ninguna causa siga resolviéndose bajo ese formato: el debido proceso debe ser para todos.
Ahora bien, ningún sistema funciona si no cuenta con las personas adecuadas y que, además, respeten las reglas del juego. Aquí estuvo la falla principal: no de “los fiscales”, sino de los “superfiscales”. Ellos debían ser simples servidores de la justicia y respetar a rajatabla la obligación central que les imponía la ley: objetividad (en términos más precisos, “imparcialidad”). En suma, debían ser unos adalides del debido proceso, que es una piedra angular de nuestra civilización. No siempre lo hicieron. El problema no es aparecer o no en la prensa, pues hay casos que necesariamente concitan la atención pública, sino de la influencia que cámaras y micrófonos tienen en la forma en que ejecutan su misión.
Veamos un ejemplo lamentable. Con ocasión de los incendios que hubo en la Sexta Región, Arias formalizó a los gerentes de una empresa eléctrica como autores de incendio (la figura del Código Penal para los pirómanos y gente por el estilo). Con el aplauso de Twitter, pidió la prisión preventiva, y los presuntos autores terminaron en la cárcel, ante el escarnio público. Sin embargo, es sabido que ahora está en negociaciones con los imputados para encontrar una salida alternativa, que pasa necesariamente por calificar los hechos con una figura de menor pena, no privativa de libertad. ¿Qué justifica que esas personas estuvieran en prisión antes de una sentencia definitiva? ¿Los zigzagueantes humores del superfiscal? Una situación parecida se dio en el caso Penta.
Para saber si un fiscal está haciendo su pega, basta con preguntarse, de acuerdo con la ley: ¿está investigando con igual celo tanto las circunstancias que perjudican como las que favorecen al imputado? Nuestros superhéroes no pasan esta prueba. Y ese era el tipo de comportamiento que queríamos evitar con el nuevo sistema, que buscaba mayor imparcialidad y justicia.
La responsabilidad del fiscal nacional en esta situación no es pequeña. En un cargo como ese no basta con ser inteligente y saber Derecho. Si uno quiere quedar bien con todo el mundo, si no toma decisiones difíciles y si viaja a Colombia cuando las papas queman en casa, después no debería extrañarse que todos le dan la espalda y se queda solo.
¿Significa esto que hay que removerlo, como quiso el Frente Amplio? Eso sería aplicar a nuestras instituciones la lógica de los hinchas de mi equipo (la “U”), un modo de proceder que nos tiene en el último lugar de la tabla. Es una ingenuidad pensar que todos los problemas se arreglan con cambios de personas. En este caso, no se trata de remover a nadie, sino de corregir ciertos errores, y Jorge Abbott puede hacerlo.
De partida, hay que consolidar lo que está funcionando bien. En este caso, la parte buena está compuesta por ese 90% de fiscales desconocidos que hacen su trabajo de manera sobria y abnegada. No salen en las pantallas, porque están en lugares que no son noticia y atienden casos que carecen de espectacularidad, pero sirven a la gente de a pie. Este diagnóstico no se funda en mi optimismo. Las tasas de causas que archivan son similares a las europeas (45%), con el mérito adicional de que estamos en un país donde abunda un mal entendido garantismo.
Asimismo, sería bueno aprovechar la experiencia de la Defensoría Pública. Ella realiza constantes auditorías internas y externas, para ver el desempeño de sus abogados en los juicios. Así, detecta los errores y los corrige a tiempo.
Además, hay que elegir bien a los fiscales regionales y trabajar codo a codo con ellos. Aquí, Abbott está al debe, porque no trabaja mucho en equipo y muchas veces le falta autoridad (esta semana la mostró, lo que constituye un buen indicio). Además, la elección de los fiscales regionales no debe basarse solo en méritos profesionales. Más importante quizá es lo que digan los informes psicológicos, porque en la fiscalía no debe haber lugar para estrellas narcisistas.
Por último, en cuanto a la pugna de los fiscales rancagüinos, no busquemos grandes explicaciones. Su causa principal es simplemente geográfica. Dos egos de ese tamaño no caben en los modestos 260,3 km{+2} que ocupa la ciudad de Rancagua.