Informal e iluminado, como si fuera un dinner gringo, se abrió hace unas semanas un local al costado de la Plaza Egaña (cuesta estacionar, ojo. Hay metro). Se llama DeCalle y, con una carta breve, explora un poco en Japón, Corea y China, con buenos resultados y dejando en claro que no se trata de un restaurante étnico-étnico. Como lo dice su eslogan: Fake asian. O sea, el asunto lo abordan a la manera del chef, no para el etnólogo gastrónomo.
Para empezar, tres cubos de tofu frito, agedashi ($3.000). Cubierto con nabo rallado, le faltó su cebollín (o sus escamas de bonito, el pez, seco), pero, en fin. En cambio, venían adjuntos tres ajíes verde intenso que se veían satánicos, pero que resultaron ser muy comestibles y gratos. Buena cosa, lo mismo que unas gyozas de masa delgada (no de esas abominables precongeladas; a $3.500), rellenas de espinaca y hongo shitake. Finas y harto explosivas en la boca. ¿Un toquecito ahumado? Buenas, del verbo.
Siguiendo con la felicidad, con platos de tamaño y precio medio en general, una clarita sopa con wantanes rellenos de chancho ($3.500). Delicada, como la mano en general de lo probado. Más intenso, como es el picor del kimchi coreano, una ensalada de pepino y tofu ($3.000), con el aporte del bokchoy fermentado. Se quedaron en la carta unas costillas de chancho y unas alitas de pollo más intensas en sabor, se podría esperar. Y para terminar, la única versión que pasteuriza en exceso la integridad del original: un dokbokki (explicados como “ñoquis de arroz”, hum, a $4.000), que son un plato callejero caldoso y ardiente. En este caso, sin la cuota feroz del picoso gochujang, es como para casino de clínica, sorry.
Para concluir, dos versiones orientalizadas —y de verdad que se sintieron así— del tiramisú y del pie de limón, en formato dorakayi —como un emparedado de panqueques— este último. A $2.500 cada uno, que venían en dos porciones, como para compartir. A la par, los cafés expresos. Y también unas bolsitas de tela (a $4.000) con el gracioso logotipo de un pollo sensei, el que recibe a la entrada de este sitio tan simpático como delicado en su falta de ortodoxia.
Plaza Egaña 24, Ñuñoa.