De pronto la cartelera de teatro, en un fin de semana largo, ofrece joyas. Esa es la categoría a la que corresponde la obra “Carnaval”, de la directora y actriz Trinidad González, en funciones hasta este domingo en el reabierto Teatro La Memoria. Una obra delicada, fresca, cruda y profunda que aborda la problemática de los niños y las niñas que viven en situaciones de violencia, miseria y opresión en Chile y el mundo. Y cuyas historias nos recuerdan la fábula del Flautista de Hamelin, por medio de las imágenes de una ciudad vaciada de niños, en represalia a la codicia de los adultos, y por la presencia de las ratas.
La puesta en escena tiene una composición coral originalísima. Es por medio de la música, parte de ella ejecutada en vivo, que se impulsa la acción y se hace la transición de una historia a otra. Es curioso: la música funciona como el latido de un corazón que bombea las arterias de las dolorosas historias que se desgranan en el escenario.
Así se suceden relatos que sugieren distintas coordenadas geográficas: un par de hermanos víctimas de un conflicto armado, que han perdido familia y país, entran en una discusión obtusa con un oficial que no los deja pasar su frontera. La crueldad y el abuso de poder son la tónica de este cuadro. Luego, sigue la historia de una niña que se resiste, desesperadamente, a ser casada a la fuerza con un hombre mayor, sugiriendo una cultura que ve a las mujeres jóvenes como un objeto a poseer y subyugar. Una niña del altiplano que no puede ir a la escuela, o un niño criado con ovejas. Se continúa con varios niños sometidos a explotación laboral, en minas de carbón o zurciendo ropa en talleres, siempre en condiciones infrahumanas.
Los tres actores en escena —Tomás González, Matteo Citarella y Trinidad González— interpretan, con rostros tiznados y cuerpos trémulos, a estos distintos niños cuyo denominador común es el sufrimiento infligido por los adultos. Su interpretación es impecable y se acoplan con eficacia en cada uno de los roles y tareas de movimiento, música y escenografía. Las voces de los niños son acompañadas de un teclado, guitarras y elementos mínimos (una cuerda, un pañuelo, un cuchillo) para movilizar este carrusel de tragedias que quitan la respiración.
Según leemos en diversas entrevistas, Trinidad González comenta que una de las historias emerge de un trabajo de taller que dictó en las Yungas, Bolivia, y que animó a pensar este proyecto que pone el foco en la vulneración de derechos durante la infancia. La obra es durísima, pero la realidad, lamentablemente, por medio de las noticias de los menores del Sename, de los abusos de la Iglesia, de las redes de tráfico y adopción, de las fábricas con niños o del destino de los niños posconflictos no ofrece un panorama muy alejado.
Esta obra se suma a varias producciones teatrales que han expuesto el lugar vulnerable y de chivo expiatorio de los niños en la sociedad. Ahí están obras de teatro como “La cruzada de los niños de la calle”, de Sanchis Sinisterra, coordinando a varios autores latinoamericanos; “Hamelin”, de Juan Mayorga, o “La cruzada de los niños” de Marco Antonio de la Parra. Todas, obras que han señalado la circulación de estos cuerpos menores en tanto mercancías manipuladas por sistemas familiares, legales, mediáticos, de bienestar social y tráfico ilegal.
Trinidad González, destacada actriz que inició su trabajo la compañía Teatro en el Blanco (“Neva”, “Diciembre”), ha ido labrando un interesante camino como dramaturga y directora en “La reunión”, “Pájaro” o “En fuga no hay despedida”, pero es acá donde se despliega con creces, logrando un espectáculo sólido y conmovedor.
La pieza “Carnaval” hace una apuesta distintiva. Hace de la fiesta del carnaval, con su música, disfraces y desorden, la estrategia de estos niños para abandonar el mundo adulto y conquistar la felicidad y la autonomía. En una entrevista, Trinidad González lo explica así: “Por un lado, el carnaval es una imagen de fiesta y de catarsis; también nos remite a un momento donde no hay jerarquías, en el que hay un sueño de libertad que en cualquier momento se desvanece. El carnaval se plantea como la liberación de una situación de tristeza y, en ese sentido, cualquier pueblo dominado necesita evadir esa tristeza a través del canto y la fiesta, es algo que unifica”.
Fiel a esta lúcido planteamiento, el trío final de niños muestra que son capaces de fundar un orden alternativo con otras lógicas de apego y colaboración para romper con el círculo vicioso de la pobreza, el abuso y el abandono. La metáfora es inquietante: un trío de niños que prefiere vivir en las alcantarillas de la ciudad tras sufrir todo tipo de maltratos, porque al final de cuentas están más seguros con las ratas que con los adultos. Su denuncia tiene asidero; en cada una de las situaciones presentadas se señala a los niños como carne de represalia, sujetos de exterminio impune, mano de obra barata (o gratuita). En fin, niños equivalentes a los escombros.
Frente a lo anterior, estos niños se rebelan con música, juerga, disfraces, ironía, ternura, desparpajo, insubordinación, creatividad, humor, siendo ellos mismos sus flautistas de Hamelin. Los flautistas que se dejan llevar por una música hipnótica y un destino incierto, una tierra prometida que se esboza, sin lugar a dudas, como un mundo mejor, y que nos impulsa a los espectadores a seguirlos cuando se acaba la función.