Se preguntarán los lectores por qué escribir una columna sobre una mujer que probablemente pocos conocen. La rescato aquí porque es una figura de una gran significación para el desarrollo de la literatura infantil y juvenil en el mundo.
Jella Lepman nació en Stuttgart, Alemania, en 1891. Fue una apasionada de los libros, especialmente los infantiles. Pensaba que los libros, además de ser un gran recurso educativo, tenían una magia especial que los convertía en un instrumento poderoso para unir a las personas y ser mensajeros de humanidad y paz. Justo antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, fue testigo de cómo ardían en Alemania una infinidad de ellos.
Durante la guerra se refugió en Londres y al terminar el conflicto, volvió a Alemania, con la misión específica de ayudar a la reconstrucción cultural de los niños y las mujeres. Una de sus más destacadas iniciativas fue la “Exposición internacional de libros infantiles”, que se inauguró en München, pero que después recorrió diferentes ciudades alemanas en la búsqueda de convertir a los libros en un instrumento de paz entre naciones.
Pienso en cómo podríamos hacer algo semejante en Chile, rescatando los mejores libros infantiles de nuestro continente, de manera que los niños que emigran no pierdan la cultura de su país y puedan compartirla. Sería un maravilloso aporte a la integración latinoamericana, facilitando que los niños los conozcan y los lean, acercándolos también con ello a la cultura de nuestros vecinos. La Feria del Libro Infantil podría generar este espacio, en un homenaje a esta emprendedora mujer.
Entre sus múltiples obras en pro de la cultura están la creación de la Primera Biblioteca Internacional del Libro Juvenil y de la Organización Internacional para el Libro Juvenil- IBBY.
Contribuyó también a crear el Premio Hans Christian Andersen, considerado el Nobel de la literatura infantil. En su autobiografía, “Un puente de libros infantiles”, Lepman dice: “Un millón de personas había pasado por la exposición. Era impensable que los libros se conservasen aún en buen estado. Los niños los habían mirado, leído y estrechado en sus corazones. El encantador capitán Tanguy, de la Comisión de Control francesa, me escribió desde su país una carta desalentadora: “Por desgracia, muchos libros muestran páginas con desgarros o dobladas por las esquinas”. Yo intenté consolarle: “¿Acaso puede ocurrirle algo mejor a los libros que ser leídos hasta estropearse?