En pleno desarrollo de juicios contra exparlamentarios, una jueza decreta la prisión de militares, otro investiga a generales de Carabineros, mientras arde la justicia en Rancagua. ¿Vamos cuesta abajo o estamos de salida, destapando los pocos vestigios de corrupción que quedan? ¿Vemos la punta del iceberg o casos aislados que nuestras instituciones siempre descubren? ¿Tenemos buenos sistemas para prevenir, detectar a tiempo y sancionar la mayoría de los casos, o los más nunca son descubiertos ni menos sancionados?
Es muy difícil saberlo. Aunque sepamos que la corrupción impide el crecimiento y destruye las instituciones, no es sencillo conocerla o medirla mientras ocurre. De la pasada tampoco tenemos buenas y sistemáticas historias. Estas cosas han ocurrido siempre dicen unos, mientras los otros se lamentan de que la gente esté más mala que nunca. Unos buscan sus causas morales, otros ponen sus ojos en las instituciones. Medimos una galopante percepción de que toda élite es corrupta. Unos ven en ello la señal de la descomposición del orden, otros le dan la bienvenida al poder ciudadano autónomo y al motor que impulsará mejores instituciones.
En este terreno, más poblado de dudas que de certezas, acotar la mirada a campos específicos puede ser de algún valor. No está de más entonces poner la corrupción judicial denunciada en Rancagua en un cierto contexto.
De la etapa de formación de la República tenemos pocos registros acerca de cuán corruptos o probos eran los jueces chilenos. De los escritos de Bello y de otros, instándoles a fundar sus decisiones, pareciera que reinaba un alto nivel de arbitrariedad en sus sentencias; pero debemos apostar un tanto a ciegas acerca de cuánto de ese vacío se debía a ignorantes jurídicos que procuraban mantenerse imparciales y cuánta corrupción se escondía tras ella.
La formación de una corporación de jueces profesionales, rigurosos en las formas de un debido proceso, tomó largos años. Aún en la Constitución del 25 se discutía si para asegurar la imparcialidad del juez debía radicársele fuera de su ciudad de origen y ser frecuentemente trasladado. A juzgar por lo que la prensa muestra de los jueces a mediados del siglo pasado, la empresa de formar un cuerpo probo parece haber sido exitosa. No obstante, se pagaron costos. La independencia del órgano judicial se logró a costa de debilitar la de cada juez frente a sus superiores; el sentimiento corporativo y la lealtad jerárquica aisló a los jueces de una sociedad que evolucionaba y creó facciones entre ellos. De varios supremos bajaba una trenza de leales hasta el nivel de los empleados. Las cuerdas se ataban en parte por razones ideológicas; masones y católicos las más conocidas, aunque más fuertes eran las ligazones fundadas en favores y protecciones, no en prestaciones de dinero. Fue bajo la dictadura que brotó otra corrupción. Cada vez tenían más fundamento los rumores e indicios de que muchas sentencias se pagaban con dinero o con promesas de ascenso.
Los primeros años de democracia no trajeron cambios, a pesar de los embates de Aylwin. Los jueces creían ver en la resistencia de la derecha a las reformas judiciales una garantía de que serían intocables, cualquiera fueran sus prácticas. Pero no fue así. En 1993, con 3 votos de derecha, el Senado destituyó a un supremo. Formalmente acusado de no respetar los derechos humanos, el rumor extendió entre los jueces la percepción de que la destitución había sido por acusaciones nunca probadas de corrupción. Esto cambió el sentido del viento. Un puñado de lúcidos jueces percibieron que su prestigio y su poder exigían erradicar las prácticas venales.
La renovación de varios supremos el 97 permitió que los reformadores llegaran incluso a acusar y destituir, el 2001, a uno de sus pares, acusándolo de tráfico de influencias, lo que vino a sellar el cambio.
La historia, apenas pincelada, de la experiencia judicial podría mostrar el aporte que tienen en la lucha por erradicar la corrupción el rigor funcionario en aplicar aquellas formas que garantizan los derechos de los intervinientes y la exposición morosa de los criterios con los que la autoridad decide; los sesgos más positivos y negativos del corporativismo; la imposibilidad de controlarla en un ambiente de dictadura; exponer el valor incontrarrestable de la sanción; manifestar la importancia del liderazgo interno y exhibir hasta qué punto la sanción del repudio social es la más potente para combatirla.