Como Usía sabe, servidor suele explorar extramuros para mantenerla informada de qué “joyitas” aparecen por lugares poco transitados. Alguna vez hemos encontrado gemas dignas de conocerse, no obstante que el camino suele ser complicado.
Esta vez fuimos a conocer Del Carajo, restorán peruano de agresivo nombre, en cuyo interior de vieja casa chilena, algo arrabalera, impera un agresivo grupo musical en vivo, al cual hicimos el quite todo lo posible, yéndonos a instalar al patio, al fondo, agradablemente dispuesto, con sus arbolitos y sombras. Y ahí gustamos una agresiva parihuela ($9.500) que fue, al cabo, lo mejor de este pedazo de aventura culino-turística. El caldito —primera impresión— resultó eso: agresivo, muy, muy sabroso. Pero la investigación de los sólidos que venían en esa ollita con tapa nos deparó algunas sorpresas que nos enfriaron el ánimo, si no el caldo: unas rebanadas de papas que llevaban en él mucho más de un día, y algunas verduritas indefinibles que habían naufragado en igual baño también hace tiempo. Mucho pulpo blando, gran trozo de reineta dura por excesiva cocción.
Del Carajo es de esos lugares cuya carta queda grandemente reducida cuando se consulta al garzón: esta vez, nada de chancho, por ejemplo. Tampoco había tequeños. En fin: hay que gastar el doble de tiempo componiendo el menú, para reemplazar lo que no hay. Afortunadamente sí había una entrada de “crocante de camarones” ($10.000) que nos tentó: tres grandes croquetas de carne de jaiba, con mucho pan y una cola de camarón por croqueta. Plato grande, con un pepino entero en rebanadas, más salsa dulzona de maracuyá. Pesadas las croquetas, sin el aroma marino que era de esperarse de tanto crustáceo.
Agresivo resultó ser también el ceviche Novo Tropical ($13.500): plato grande, con sus granos de maíz peruano y harta cancha (de esa quebrantamuelas), con un exceso de limón que quitó todo encanto a los jugos tropicales que eran su atractivo. Muy ácido. Muy. El trozo de yuca tampoco fue alentador: demasiado cocido el tubérculo.
El espíritu aventurero de esa noche tuvo una recompensa: los “lingüini” con camarones ($11.500). ¿Qué habrá llevado al chef a bautizar de este modo el plato? Está constituido por una pasta casera gruesa, de color verdoso, de textura parecida a los spaetzle o, quizá, a los ñoquis: de lingüini, que traducido a chileno es “tallarines”, nada. Y venía el plato coronado con algunos camarones y queso rallado. Estos “lingüini” nos recordaron un tipo de pasta campesina, hecha con harina de alforfón, que comimos en la Engadina, en Suiza, que tiene cierta tradición y que nos pareció basta, primaria. Igual aquí.
El budín de pan ($4.000), bien especiado, resultó tan denso como hecho por cocinera ultra-económica. Y la crema volteada, tan poco densa como una leche asada, sin esa suculencia y voluptuosidad de la real thing.
Balance: servicio amable, precios carones, cocina deficitaria.
Av. Hipódromo Chile 1570, Independencia. 2 2732 7632