Aunque “El Mercurio” y otros pocos medios destacaron la entrega del llamado “Compromiso País”, la cuestión de los más vulnerables estuvo lejos de ser la noticia de la semana. No fue ni será trending topic en las redes sociales. La pobreza y la marginalidad, que fueran el foco de la izquierda y de la Concertación por tantos años, corren el riesgo de pasar desapercibidas.
Es cierto que lo que conocimos esta semana, proveniente del trabajo de autoridades, centros de estudio y empresarios, no especificó políticas, pero al menos, levantó cifras. Ninguna era enteramente desconocida, pero el conjunto no muestra poco. Desde los 5 millones de adultos que no han completado su escolaridad hasta el millón y medio sin servicios sanitarios básicos, pasando por el hecho de que entraran 2 por cada persona que salió de un campamento en 2017.
Lo más notable es que para algunos de esos problemas, el Estado prácticamente carece de políticas públicas. Tomemos dos: Existen en Chile más de 11 mil personas en situación de calle. Tienen fuerte dependencia del alcohol y de las drogas. En su vejez, muestran poca motivación por salir de su situación; pero casi la mitad empiezan a vivir allí antes de los 18, edad en la que sí muestran una alta motivación por salir de la calle. Los programas estatales para niños y adolescentes de calle son pocos y no están bien evaluados. Para adultos, apenas alojamiento invernal; en condiciones que se sabe que lo que sirve es el desarrollo de habilidades, la reconstrucción de vínculos interpersonales, la mitigación o superación del consumo problemático de alcohol y otras drogas (menos de un quinto ha accedido a algún programa de rehabilitación, y que ven como poco accesibles), la reincorporación en el mercado laboral, entre otras dinámicas de inclusión que permitan la construcción de proyectos de vida. El Estado carece de programas de este tipo.
Un segundo caso es de dejación más patente: Según la comisión gubernamental, habría casi 73 mil niños, niñas y adolescentes fuera del sistema escolar. La cifra sorprende, pues la Casen contó 140 mil y la U. de Chile 360 mil. Que no tengamos clara la cantidad (probablemente, algo más de 200 mil, según los estudios se van depurando) es ya indicativo de la poca atención que prestamos al problema. El Estado tiene políticas (deficientes) de retención escolar, pero para reintegrar a estos niños a la escolaridad, apenas unos proyectos pilotos, con fondos concursables anualmente, a los que el 2017 se destinó algo menos de 600 millones de pesos, los que sirvieron para llegar a menos de 1.500 de los más de 200 mil que no asisten a la escuela. Hablar de igualdad de oportunidades, o de combate a la delincuencia, suena como un chiste de mal gusto ante esta pasividad del Estado.
Tres factores hacen probable que la invisibilidad sobre estos grupos aumente, en vez de disminuir. La primera es la debilidad del Estado para salir proactivamente a terreno con mirada global y no sectorial. La modernización estatal necesita mucho más que la digitalización, y no nos estamos haciendo cargo. La segunda es la falta de aplomo de la política para liderar. Arrinconada como está por las críticas sociales, con su prestigio en bancarrota, es improbable que el poder político pueda atreverse a postergar los intereses de los grupos que tienen capacidad de lobby o de movilización, para focalizar en los más pobres y vulnerables.
El tercer factor es cultural y puede ser el más difícil de remontar: La modernización capitalista que hemos experimentado en los últimos 30 años ha incorporado una fuerte cultura de igualdad. Ese sentimiento se manifiesta, entre otros, en un decidido repudio social a los privilegios que no pueden justificarse en el mérito y en una intransigente crítica a los que abusan de su poder económico, social o político. Se trata de magníficas fuerzas democratizadoras; pero sería un error pensar que esa pulsión igualitaria sea altruista, solidaria o equivalga a un aumento de los sentimientos de comunidad. Por ejemplo, cuando los estudiantes del 2011 y el Frente Amplio de hoy hablan de derechos universales, su foco no está puesto en los que casi no tienen armas para invocarlos o defenderlos, sino en la educación superior, a la que estos grupos están lejos de poder aspirar.
Suena triste, y ojalá no fuera cierto, pero parece que los más pobres sí habrán de esperar otros aires.