La valentía es un producto escaso en la vida nacional. Veamos algunos ejemplos recientes. Comencemos con los líderes de la oposición, que van a conversar con el Presidente Piñera o con algún ministro y salen hablando pestes. ¿Será que los tratan muy mal en La Moneda? Me temo que no es el caso: simplemente es un ritual que deben cumplir para no aparentar debilidad. La cosa es rara, porque como lo cortés no quita lo valiente, uno puede conversar de manera amable y tener cierta amistad política sin traicionar sus convicciones.
¿Por qué, entonces, varios opositores aman la grosería? Se me ocurren cuatro explicaciones posibles.
La primera es que son realmente unos mal educados. Algo de eso puede haber, pero el histrionismo que ponen a sus actos me indica que a la mayoría le falta esa naturalidad que acompaña a un auténtico mal educado.
La segunda posibilidad es que sean unos sesenteros y todavía estén soñando con el "avanzar sin transar" y otras tonterías semejantes. Sería una mala explicación. Ciertamente existen esos nostálgicos, pero suelen ser más jóvenes y actúan como si un pacto de sangre les impidiera acercarse a Piñera. No es el caso de quienes van a hablar con él.
La tercera posibilidad es que les falte autoestima. A políticos como Ricardo Lagos no se les ocurre armar una pataleta para autojustificarse por entablar un diálogo con quien piensa distinto en temas relevantes para el país. Pero el caso de la gente insegura es diferente. Esta razón me convence más que las otras.
Hay, sin embargo, otra explicación posible para la actitud de ciertos opositores que tienen una cara en privado y otra ante las cámaras: cabe que ese carácter bifronte se deba al temor a disgustar a Twitter. En otras palabras, carecen de la valentía del político de verdad, que es capaz de contrariar de vez en cuando a las masas porque busca liderarlas. En realidad, la grosería era cobardía.
La cobardía, empero, no es patrimonio de los políticos de oposición, ella puede afectar a otras autoridades. Pensemos, por ejemplo, en ciertos rectores del CRUCh. Son gente inteligente, que sabe que la plata no alcanza para todo y que hay cosas más importantes y urgentes que financiar un año adicional a los alumnos que se han atrasado en sus carreras (que nadie sea tan mal pensado como para imaginar que eso pudiera tener relación alguna con huelgas, tomas y otros actos dirigidos a conseguir la excelencia educativa).
El problema de esos rectores es que resulta incómodo decir a los alumnos que deben estudiar en serio, como se atrevió a señalar Agustín Squella -poco sospechoso de fascismo-, en una reciente columna ("Elegir es comprometerse"). Tampoco es grato reconocer la propia negligencia: a pesar de saber hace años que venía este problema, no tomaron medidas suficientes para promover una titulación oportuna de los alumnos. Mucho más incómodo resulta explicarles que la mayoría de los chilenos no queremos pagar esos años adicionales mientras los niños del Sename tengan razones para seguir llorando. Como todo esto es desagradable, le exigen a la ministra Cubillos que extienda la gratuidad, y para justificar su falta de valentía la amenazan con "la calle". Feo, muy feo.
Ahora bien, hay cobardías que son más aparentes que reales. Veamos otro ejemplo. Cuando supe de las pifias al Presidente Piñera en el recital de Paul McCartney de la semana pasada pensé: "los partidarios del gobierno que estaban allí son unos cobardes". Mi torpe razonamiento parecía perfecto: es lógico que los adherentes al Frente Amplio que pagaron $ 220.400 para ver a Paul en Pacífico Medio hayan pifiado al Presidente Piñera; con esto se limitaron a cumplir su deber.
Con todo, como era un concierto de McCartney y no de Quilapayún, era claro que una parte del público correspondía a gente que había votado por Piñera en las últimas elecciones y que probablemente piensa que su actual presidencia es mejor que la anterior. Si esto es así, querría decir que esa gente se asustó y no se atrevió a enfrentar con los propios aplausos los silbidos de la izquierda y de aquellos que pifiaban solo por entretenerse, es decir, para tener dos espectáculos por el precio de uno.
Las cosas, sin embargo, no son tan simples como indicaba mi primera reacción. Un recital es un recital y no un acto partidista, y no resulta razonable entrar al juego de quienes quieren politizarlo todo. Entre las pifias de la izquierda y las canciones de Paul no hay donde perderse. Pero para oír "Eleanor Rigby" o "Blackbird" hay que estar en silencio.
En suma, las pifias del recital no tienen más importancia que las pataletas de los políticos de izquierda ante las cámaras tras una visita a La Moneda. Probablemente no eran más que un ejercicio de autoafirmación de quienes deben demostrar constantemente que toda la realidad está teñida por el conflicto. Sebastián Piñera no debería gastar un minuto en recordar esos abucheos, porque podría perder de vista un importante mensaje que le transmitió McCartney hacia el final de su presentación: "Don't carry the world upon your shoulders" Quizá ese sea el secreto de la eterna vigencia de Paul.