LA VERDAD SEA DICHA, SENTARSE EN UNA MESITA del exterior del restaurante Comedor Central en Plaza de Armas es como sentirse en el Viejo Continente, como si fuéramos un país OCDE que luce con orgullo sus arrugas. Frente a la estatua de Valdivia (aunque también de ese logo de STGO con cero historia), se está en una zona que debiera ser tan de turismo externo como interno. Da su cuota de orgullo que exista un lugar al cual llevar al amigo gringo, con buena vista y buena comida de acento bien chileno. ¿Cómo se comportará el barrio en la noche? Por lo menos en el día todo ok, con el local absolutamente lleno y una mayoría de turistas extranjeros gozando de la vista exterior. Somos bien lesos los chilenos, parece.
Comedor Central es parte de una encomiable y aplaudible remodelación de una zona que acumulaba antaño tanto zapato y cartera en oferta. Hoy cuenta con algunos recientes lugares más pitucos para comer -destacan una sanguchería y un Barra Chalaca-, a la espera de otros tantos más de servilleta de papel. Pero, hasta hoy, el gran debut es este.
Primero que nada, algo admirable: muy buenos tiempos entre la cocina y el servicio con el restaurante repleto. Y con muy pocas semanas en funcionamiento. Sinceras felicitaciones. Lo otro: mozos muy avispados que si dicen: "Voy a preguntar a la cocina", efectivamente vuelven al par de minutos. De esos que cambian los cubiertos, que no se equivocan entre el agua con o sin gas, que reemplazan la servilleta de papel y que pueden recomendar un postre con intención y sin venta de humo.
En fin. De entrada, para compartir, una masa filo rellena de prieta ($8.900), con unas hojas de rúcula manchadas con balsámico, algo de nabo en tiritas y chutney de manzana abundante. Muy rica combinación de texturas, aunque el plato estaría mejor tibio o a temperatura ambiente, no frío. De hecho, ese fue el único punto lamentable de esta experiencia: el centro venía algo congelado. Luego, dos pescados -se advirtió que congrio no había, de una oferta marina destacable por su variedad- como fondos. Primero, una pescada de fritura crujiente, como de nube, con papas mayo ($8.900) y algo de apio y palta. Como para darse un cariño nostálgico -¡también tienen fritos de coliflor!- sin tener que ir a la mesa de formalita (lo que tampoco es malo, pero a veces se anda en plan menos picada). Y un jurel con escabeche tibio ($9.200), rico como es este pescado maldito, porque si no es fresco, es fuerte. Y este estaba delicado de sabor y aroma, montado sobre... y era mentira: sí hubo otro punto irritante, pero de corte conceptual. Y es este: la palabra mapuche "can" es para referirse a un guiso. Y cuando se hace con carne, es charquicán. Entonces, cuando ofrecen este guiso (y estaba rico, no molido) y viene sin la cooperación de la vaca, NO es charquicán. Fin del enojo.
De los postres, el gentil mozo recomendó una fondue de chocolate ($4.800) que, si nos vamos al Larousse gastronómico, no lo era. En cambio, en una paila de metal de tamaño medio venía un gran pseudo brownie -pónganle un nombre de fantasía y listo- con helado y frutillas más arándanos en formato chanchada compartible, con los dos expresos que llegaron junto con el postre, milagro, y justo antes de la boleta, nuevo milagro, en este lugar que con poquitos ajustes debiera convertirse en un orgullo de nuestra capital.
Portal Bulnes 489, 2 3291 9417.