Si el valor literario de una obra se midiese por lo que señalan las contraportadas y las respectivas solapas del libro es probable que todas las obras que produce la industria editorial contemporánea padezcan de una enorme inflación de aquel. En el caso de Siri Hustvedt, esa exaltación alcanza grados de paroxismo sin parangón. La contraportada de Todo cuando amé pertenece a la antología del halago empalagoso y la solapa expone un currículum literario e intelectual que envidiarían Virgilio, Shakespeare, Virginia Woolf o Marguerite Yourcenar. La contrasolapa contiene una intimidante enumeración de extractos críticos de los principales medios norteamericanos e ingleses: "soberbia", "magnífica", "poderosa y exquisitamente escrita", "maravillosa", "fundamental, emotiva, de escritura preciosa", etc., etc. En general, las críticas, también en medios españoles, son de una obsecuencia deplorable. ¿Qué explica estos fuegos de artificios? ¿Cómo se puede intentar una valoración equilibrada de su narrativa?
Siri Hustvedt se encuentra ubicada en la situación inversa a una escritora marginal. Su reconocimiento corre por el privilegiado mundo del centro del universo literario mundial. Hustvedt es -ello está fuera de discusión- una mujer de inteligencia y cultura fuera de lo común, una ensayista aguda y una intelectual respetada académicamente. Su red de contactos es, así, la más completa y elevada a que puede aspirar un autor, lo cual la dota de una inhibitoria aura de respetabilidad, un halo de superioridad cognitiva aplastante que la ha convertido velozmente en la niña mimada de cierta crítica. Sus narraciones representan mundos que son un reflejo del propio: la máxima afluencia y bienestar de la élite de la élite, que es muy crítica respecto de sí misma -se lo puede permitir- pero, en su propuesta formal, es incapaz de desbordar su pequeñísima esfera de lenguaje y sentido.
La inteligencia y la cultura no implican talento literario. La historia de la literatura está llena de ejemplos de eruditos inteligentes, pensadores finos y sutiles, pero que son un fiasco como creadores.
El éxito de Siri Hustvedt pasa porque ella logra sintonizar con extrema precisión con un público lector, dando lugar a una suerte de
best seller al revés: seduce a un grupo reducido, sofisticado e influyente, o que le gustaría pensar que lo es, para quien la obra está plagada de guiños intelectualosos que disfrutar. Es probable que una persona con pretensiones de inteligencia y cultura no se atreva a considerar siquiera las fallas de novelas como esta por temor secreto a pasar por tonto, tonta o ignorante.
El estatus de escritora inteligente y culta, con todo, lastra poderosamente su narrativa y
Todo cuanto amé es un ejemplo patente de ello, si el lector logra retirar el velo publicitario tendido en torno a la obra.
El narrador de la novela -un historiador y crítico de arte- rememora veinte años después una secuencia de encuentros y episodios centrales en su vida. Leo, el crítico, felizmente casado, compra una pintura de un autor desconocido que lo fascina, fascinación que lo lleva a buscar al autor, Bill, también felizmente casado, con quien establece una larga, íntima y compleja amistad que traba a ambas familias. La trama sigue la línea de los entrecruces y rupturas que se suscitan a partir de ese encuentro, las tragedias que los marcan, las tensiones sexuales. Siguiendo la tradición literaria norteamericana, de la cual es tributaria, Hustvedt incluye también en la intriga un asesinato, introduciendo rasgos de un
thriller psicológico.
Todo cuanto amé es ciertamente un relato en que convergen -lo cual no sería para nada un problema- varios géneros: novela de tesis, de aprendizaje, novela-ensayo,
thriller de suspenso psicológico. La narración se dispersa por las numerosas temáticas que quiere abarcar de modo simultáneo e imbricado. El arte, los mecanismos de creación artística, la crítica del arte, la valoración del arte contemporáneo y sus límites, la relación entre patología mental y creación artística, los círculos comerciales de distribución del arte, entre otros, son abordados minuciosamente. La acumulación de contenidos sobre estos tópicos sobrecarga y convierte el relato en culterano, enciclopédico, sofisticado en sus referencias, pero no necesariamente inteligente, sino más bien confuso, y sin un vínculo esencial con los conflictos psicológicos -múltiples también- planteados en la intriga. Es una obra, en este sentido, pedante. Este exceso de información estorba el ritmo y la fluidez de la obra, sobre todo en la primera parte, lo que no se compensa con una prosa singularmente sobresaliente.
El tema de la muerte del hijo y del desplazamiento del afecto hacia un hijo adoptivo, en cuyo tratamiento Hustvedt demuestra finura y sensibilidad psicológicas, se pierde en medio del fárrago recurrente de la "cultura". La novela, a pesar de su ostentosa intelectualidad y deliberada oscuridad, es bastante explícita y sentenciosa, como si la ambigüedad, oblicuidad y la sutileza que parece exigir a las artes visuales no las aplicara a su propia escritura.