El Gobierno inicia su segundo año con la necesidad de despachar o avanzar significativamente en proyectos de ley significativos. Me parece que tiene una piedra en el zapato que le hará difícil tranquear a paso firme por esos rumbos.
Aunque ciertamente los gobiernos no se miden solo por su obra legislativa, es improbable que sean realizadores si no aprueban sus más importantes proyectos institucionales o regulatorios en el Congreso.
El primer gobierno de Piñera tiene poca obra legislativa que exhibir de aquella que se inscribe en los libros de historia. Salvo por el posnatal, son magros sus logros legislativos. El primer año de Piñera II también muestra escasos avances en este plano. Los grandes proyectos están recién presentados o aún en fase prelegislativa. El Gobierno arguye no tener mayorías en el Congreso, pero entre 1990 y el 2010, ningún gobierno la tuvo, y fueron todos extraordinariamente realizadores.
Piñera fue actor de varias de esas negociaciones y acuerdos legislativos, y partió su segundo mandato prometiendo emular a Aylwin en su capacidad de lograrlos. ¡Cuán alejado está hoy de esa promesa!
Piñera II parece haber aprendido de Piñera I en varios aspectos. Es ahora un Presidente que confunde mucho menos que el primero las voces altisonantes de la protesta callejera con el estado de la opinión pública y, por lo mismo, su gobierno tiene más aplomo.
Es también un Presidente más político, que aprendió a seleccionar mejor a sus colaboradores y, sobre todo, a cuidar mucho más de su coalición que lo que ocurrió en el primer período. Es un gobierno menos personalista. Pero Piñera sigue pareciéndose mucho más al empresario competitivo que al estadista. Se le ve a sus anchas en la gestión, enfrentando emergencias. La reyerta sigue siendo mucho más lo suyo que la concordia. Aula Segura, un proyecto de ley irrelevante, pero polémico, sí despertó sus energías.
La situación en Venezuela, una oportunidad inmejorable para haber formado un frente interno amplísimo, donde habría podido aislar y excluir a la izquierda más retrógrada, la transformó en motivo de pelea con quienes eran fácilmente sumables y en oportunidad para criticar una y otra vez a Michelle Bachelet, convencido, probablemente, del riesgo de que vuelva a sucederlo. No hay caso, Piñera no logra imitar a Aylwin, como un día quiso.
Con esa actitud confrontacional y no exenta de populismo, el Presidente se mantiene en el orden del 40% de aprobación popular. Algunos dirán que ha evitado mayores caídas en su capital político. Es difícil saberlo, pero a esa hipotética ventaja habría que restar lo que ha perdido como jefe de Estado.
Sostener que el Gobierno ha sido arrastrado a estas cuerdas por una actitud obstruccionista de la oposición es una falacia. Desde luego, no hay oposición, sino oposiciones, buena parte de ella dialogante, si se respetan sus títulos y ciertas formas. Y esa oposición tiene cargos, pero como unidad, está políticamente en bancarrota. Además, ahora, una izquierda tonta, la que se aleja del compromiso con los derechos humanos, hace esfuerzos por transformar esa derrota política en cultural. Es difícil pensar en un panorama más favorable para un gobierno de derecha sin mayoría parlamentaria.
Piñera ganó las presidenciales por amplio margen, pero en ese triunfo parece deberse en parte a adhesión y en parte a aversión a la experiencia de la Nueva Mayoría, la que, por falta de sensibilidad y de visión política, perdió enteramente la brújula política. Las chances para la derecha son inmejorables, a condición, claro, de que el Gobierno de Piñera deje de parecerse a la personalidad más belicosa y cortoplacista del Presidente.
Si la derecha quisiera ganar el segundo tiempo que ahora se inicia, tendría que cambiar de estrategia. No es claro que pueda hacerlo, dado el carácter del entrenador, quien, para ser elegido, prometió salir a jugar de otra forma.