ES VERDAD: EN UNA PRIMERA VISITA A HOLYMOLY, las hamburguesas llegaron a la mesa en menos de diez minutos. En una segunda oportunidad, porque era demasiado bueno para ser cierto y había que comprobarlo, se demoraron seis. Con el local semilleno y la cara llena de risa (todos quienes atienden se ven bien dispuestos a hacer su pega). La verdad es que esto, que un alimento ícono de la fastfood realmente lo sea, ya es una singularidad. Lo otro va en algunos detalles de su breve carta.
Aunque bueno, primero que nada, señores del HolyMoly, podrían jubilar las cartas, porque ya están para reciclaje. Allá ustedes, pero no calzan con su local despojado, fresco y algo estiloso. Y lo otro, aunque seguramente no harán caso, pero en fin, es que podrían ponerle más cariño al tema de las papas fritas. Porque cuando están bañadas en queso y tocino, como entrada (las baconcheese , a $3.990), igual complementan desde su fomedad al sabor más fuerte. Pero solitas al lado del sánguche (porción a $1.500) lucen en plenitud su planitud industrial. En fin.
De lo probado, hay hamburguesas de carne bien buenas, delgaditas ($4.990, y un poco más caras si la proteína se duplica), con tomate en corte no grueso (bien), pepinillos finitos y lechuga crespa de casting . Se pueden comer sin cubiertos, lo que acelera -algo que se agradece cuando se necesita- la experiencia. Para acompañar, un ice tea , rico y turbio (hemos probado unos más bellos, con frutos del bosque y tal, pero del verbo fomes. Este estaba harto gustoso, a $1.500). Y para quienes tengan tiempo libre o ganas de antideprimirse sin receta, cuentan con una carta breve y contundente de cervezas.
Mención aparte son sus hamburguesas vegetarianas, variedad que no aparece en su totalidad en su carta (ya ven: al reciclaje). De cuatro disponibles, una de garbanzos estaba realmente sabrosa, pero una thai ($4.990), de legumbres, ligeramente agridulce y con especias, es como para dejar tranquilos a los animales por un buen rato.
Con algunos detalles al debe -no había nachos la primera vez-, el postre puede ser una chanchería sin nombre: un milkshake de Oreo ($3.200), que debieran servirlo en un vaso negro por la cantidad de sellos que debiera llevar. La otra opción es caminar una media cuadra hasta la pastelería japonesa Sakumu (en Merced 336) y tomarse un té con un dorayaki, unos pequeños wafles con dulce de poroto rojo (hay otros dulces menos marcianos y más bellos, por si acaso). O cruzar al clásico Bombón Oriental, para rematar con un café turco después de una hamburguesa realmente eficiente y rápida. Y en el caso de la thai, una superior.
Merced 461, Santiago.