Hacer actividades significativas juntos es una experiencia emocional que acerca a las personas y favorece el apego. Por ejemplo, cocinar en familia es algo que queda almacenado en la memoria emocional. La textura de los ingredientes, las anécdotas que suceden mientras se experimentan nuevas recetas, cómo olvidar cuando alguien echó sal al turrón en vez de azúcar o la preparación del comistrajo antes de partir a un pícnic, cuando quedó eternizado el sándwich de lechugas con nueces.
La comida es parte de la cultura de un país, como nuestras empanadas y el caldillo de congrio inmortalizados en la poesía de Pablo Neruda. En cada familia hay un repertorio de platos que definen la cultura familiar en relación a la comida. Lo que se comió en la infancia queda grabado con sus sabores y sus olores. Cómo no recordar el olor a café y a huevos revueltos de los desayunos de vacaciones, o el olor a pan de Pascua cocinado en Navidad.
Un maravilloso libro para curiosear recetas creativas es el de Ruperto de Nola "La cocina canalla". La lectura permite conectar a niños y adolescentes con las costumbres de antaño y recuperar tradiciones culinarias familiares. Escrito en un lenguaje que aunque no se cocine la receta, hace disfrutar de lo leído y permite a los niños ampliar su vocabulario y recuperar significados.
Aunque pocas veces he cocinado sus recetas, las leo semanalmente porque disfruto de las descripciones, de su humor y sabios consejos. Para muestra un extracto de la receta del salpicón, como señala Augusto Merino, que es el nombre verdadero detrás del pseudónimo: "Parece increíble, pero las actuales generaciones chilenas no conocen el salpicón. Nosotros lo comíamos en nuestras casas por lo menos tres veces a la semana, como entrada. Normalmente incorporaba los restos de la carne de asado sobrante del día anterior o de carne de cazuela o de puchero".
Cocinar en familia puede ser una experiencia mágica y apasionante que debemos aprovechar.