Es inevitable recordar -ahora que a Venezuela la amenaza la ruina- que fue Hugo Chávez quien popularizó el concepto "socialismo del siglo XXI"; aunque el término había sido acuñado por el chileno Tomás Moulian en un trabajo del año 2000 y teorizado, con algún detalle, por la chilena Marta Harnecker el año 2010.
¿Cuáles eran los principios de ese socialismo que Chávez, con el exceso retórico y fantasioso que lo caracterizaba, proclamó alguna vez en la llamada Cumbre de la deuda social del año 2005?
Tres son sus bases, dijo en aquel entonces Hugo Chávez: transformación económica, democracia directa y participativa y espíritu solidario. Un vistazo a cada uno de ellos permite detectar la semilla de su fracaso.
Chávez, y lo mismo García Linera en Bolivia, pensó que en los países de América Latina subyace una cultura que, si se la deja a sus anchas, permitiría que floreciera algo muy cercano al viejo socialismo comunitario. Los países de la región no serían culturalmente capitalistas: el individualismo, la búsqueda racional del lucro, el desarrollo de la técnica, el ahorro ascético, serían rasgos sobrepuestos a la verdadera cultura de las sociedades latinoamericanas: comunitarias, cúlticas (¿no es eso, se dice, la religiosidad popular?), dispendiosas (como lo muestra la propensión a la fiesta), más cercanas al rito que a la palabra. Uno de los desafíos del socialismo del siglo XXI sería despertar esa estructura cultural adormecida por la hegemonía neoliberal.
Junto a lo anterior, enseñaba Chávez, y repite sin entenderlo del todo Nicolás Maduro, sería necesario desarrollar una democracia en la que el pueblo, el sujeto social y no el individuo, sea el protagonista. La democracia práctica o directa, decía Chávez, en vez de la democracia representativa. El protagonismo popular solo se alcanzaría si en vez de la representación, se instituye la vocería, el simple portador de la voluntad colectiva como clave de la vida democrática.
Y, por supuesto, todo lo anterior una vez que tuviera éxito, siquiera parcial, haría florecer la verdadera naturaleza humana, lejos de los excesos -la ambición capitalista y técnica- que la oxidan.
Es imposible no ver en esa amalgama, en ese amasijo de ideas y propósitos, la vieja utopía rousseauniana que acompaña a la modernidad desde sus inicios, conforme a la cual basta rascar un poco la tela de la cultura capitalista para que aparezca la verdadera piel comunitaria que caracterizaría a los seres humanos, una cultura espontáneamente solidaria, muy lejos de la cultura competitiva y consumista.
El resultado de esa demasía ideológica y fantasiosa está ahora a la vista.
El problema de Venezuela no fue que, al elegir innumerables veces a Chávez, haya optado por corregir el capitalismo o derrotar la injusticia y perseguir la igualdad; el problema fue que Chávez primero y Maduro después, alimentado por decenas y decenas de páginas escritas por intelectuales que citaban a Laclau y a Lenin, a Mariátegui, a Arguedas, a la Virgen, y jugaban al ajedrez de las palabras, se fue deslizando poco a poco hacia la peor de todas las fantasías, la de creer que la realidad puede, a punta de voluntad y buenos deseos, ser moldeada a capricho y desalojada cuando no se ajusta a los propósitos que los líderes y los voceros (porque el socialismo del siglo XXI no admite representantes, sino voceros de asambleas y de grupos) proclaman.
¿Está lejos Chile de esas demasías?
Hasta ahora sí, pero no hay que olvidar que las demasías que se ejecutan desde el poder y que acaban con el desprecio de las instituciones, casi siempre empiezan como construcciones intelectuales aparentemente irrefutables que, bañadas de moralidad y entusiasmadas consigo mismas, se deslizan poco a poco hacia la más completa irrealidad.
Porque lo que se observa en Venezuela de parte de Maduro y de quienes bailan con él en los balcones, mientras todo el resto amenaza ruina, no es propiamente crueldad ni soberbia, es algo mil veces peor, un virus porfiado contra el cual hasta ahora no se ha descubierto vacuna: la simple tontería, esa forma de irrealidad a que conducen las ideas cuando alisadas y simplificadas una y otra vez, y aplaudidas por adolescentes, y refrendadas por intelectuales que nunca pagan la cuenta de lo que dicen, llegan a la boca de un líder suficientemente ignorante, capaz de orientar su quehacer y de repetirlas sin maldad ninguna, con la tranquila seguridad y la inocencia de quien no sabe lo que dice.