Los conocí en El Salvador, hace unos años. Eran doce y eran de todas partes: de Uruguay, de Argentina, de Colombia, de la capital de aquel país alborotado porque esa semana se beatificaba a monseñor Romero. Todos éramos periodistas, pero la noticia de la beatificación no era nuestro asunto. Nuestro asunto era reunirnos cada mañana a las nueve en un salón del mismo hotel en el que dormíamos, despedirnos cada tarde a las siete y volver a comenzar. Así, a lo largo de cinco flamígeros días. Con la prisa de los extraviados que han entendido muy pronto que viven "uno-de-esos-momentos-que-se-recordarán-para-siempre". Al terminar cada jornada me encerraba en mi cuarto preguntándome quién, de los doce, me deslumbraría al día siguiente, mientras cenaba recordando los textos que habían escrito y miraba la lluvia a través de una ventana de vidrios polarizados. Por las mañanas bajaba un piso y entraba al sitio donde ellos ya me estaban esperando. Por las noches lo volvía a subir. Eso era todo. Era simple, y era la vida, y estaba bien.
Rápidamente desarrollamos nuestros códigos. Ellos entenderán si escribo acá, por ejemplo, la palabra "Luchito". Una mañana fuimos a un barrio, Santa Tecla, a ver cómo se las arreglaban para contar un lugar como ese. Yo los miraba tomar notas en medio del calor inmóvil y pasaba junto a ellos tratando de perderme, de que no me vieran verlos. Eran ávidos, sagaces, cultos, astutos. Tenían el don del entusiasmo, la bendición de la generosidad, el rayo del talento. Se lanzaban como bestias sobre todos los temas que yo les imponía. Escribían con perfidia, con tristeza inteligente, acerca de sus barrios, sus madres, sus compañeros de colegio, sus vicios, sus violencias, sus vecinos. Cuando terminaban de leer lo que habían escrito, quedaba flotando en el aire una electricidad frenética, como si hubieran soltado un enjambre de avispas peligrosas. Después escuchaban lo que los demás teníamos para decir, que casi siempre era bueno. Y, al día siguiente, eran todavía mejores.
En la última jornada un periodista de El Salvador, Gabriel, dijo una frase que lo resumió todo. Fue tan preclara y lúcida que sentí, por primera vez, que era verdad aquel lugar común que reza que, en el proceso de enseñanza, el que más aprende es el que enseña.
La noche del final cenamos en un restorán bonito, al aire libre. En algún momento me dieron un regalo que habían comprado entre todos. Lo agradecí como siempre, de manera torpe, porque no conozco formas eficaces de expresar afecto fuera de la intimidad. Al despedirnos, ninguno de nosotros dijo nada: nadie dijo "organicemos algo para vernos", ni propuso mesiánicos planes que no iban a cumplirse. Tuvimos el coraje de entender que eso había sido lo que había sido, que nunca se repetiría. Después, nos fuimos.
A veces los veo. En medio de la gente en una feria del libro, en Guayaquil o en Bogotá o en Chile, o cruzando la explanada del parque Explora en Medellín: las caras conocidas, el recuerdo de aquellos días luminosos. Hace poco vi a Jorge, a Nicolás, a Rafaela, antes a Diana. Formaron un grupo en Facebook, discreto, oculto, y tienen un rito: cuando alguno de ellos me encuentra en algún sitio, debe tomarse una foto conmigo y enviarla a los demás. La foto tiene un recorrido íntimo, privado, solo para ellos.