Era un viernes brillante de octubre, cuatro de la tarde. Santiago estaba descomunal, las montañas se veían nítidas y el cielo parecía un trozo de paño. El taxi que me llevaba dobló a la izquierda y vi, por la ventanilla, una lomada cubierta por esas flores de color rosa que en la Argentina llamamos rayito de sol y que me recuerdan a las que había en la terraza de mi abuela. En ese momento el hombre que conducía, el señor V., dijo: "Con mi padre aprendí. Con mi madre tolero".
Diez minutos antes, el señor V. había pasado a buscarme por el hotel en el que me quedaba. Tenía que llevarme hasta la Estación Mapocho. Desde que él se anunció en la recepción, no demoré más de dos minutos en bajar, pero al llegar al auto lo encontré dormido. Le toqué un codo para despertarlo. Se sobresaltó y me pidió disculpas. Mientras ponía el auto en marcha y se presentaba, me dijo que esa madrugada su madre había querido mandarlo preso otra vez y que, por tanto, él había pasado la noche en vela. No entendí. "Todos los días me manda preso -dijo el señor V.-. Me dice: '¡Esta no es mi casa! ¿Qué hiciste con los muebles? ¡Te voy a mandar preso!'. Y yo le digo: 'Mamá, esta es su casa, ¿no ve que esta es su cama?'. Y ella: '¡No, no. ¿Quién eres tú? ¡Te voy a denunciar a la policía!'. Y golpea la puerta pidiendo auxilio".
El señor V. cuida desde hace un par de años a su madre, que tiene alzhéimer. Se levanta todos los días a las 4:30 de la mañana para darle una pastilla, pero ella lo acusa de querer envenenarla y lo amenaza con mandarlo preso. Entonces la convence, la cambia si se orinó, la deja dormida y sale a trabajar hasta las cinco de la tarde. Una persona la cuida durante su ausencia, pero el señor V. hace el trabajo duro: la baña, cocina, lava la ropa, limpia. Estas tareas no son nuevas para él. Su padre murió en junio de 2018, después de estar postrado largos meses por un ACV, y el señor V. se ocupó de cuidarlo. "Con mi padre aprendí. Con mi madre tolero", dijo cuando pasábamos junto a la loma repleta de flores, y yo di un respingo. Me pareció una frase compleja, no la clase de sentencia que se aprende en manuales de autoayuda, y le pregunté si podía explicarse mejor. "Con mi papá aprendí cosas que nadie quiere aprender, cosas que producen rechazo -dijo el señor V.-. Nadie está preparado para ver el cuerpo desnudo de sus padres; nadie está preparado para tener esa intimidad, para ver los genitales, para tratarlos como a niños, para darles de comer en la boca. Yo fui la nana de mi padre y su enfermero. Con él aprendí. Con mi madre, en cambio, tolero. Es un conocimiento que preferiría no tener". Cuando su padre se enfermó, el señor V. vivía en Antofagasta y dejó todo para regresar a Santiago y cuidarlo. Le pregunté: "¿Usted es hijo único?". "Nosotros somos ocho hermanos -me respondió-. Yo les dije a mis hermanos: 'Podemos pagar entre todos un buen servicio de enfermería las 24 horas en la casa'. Pero ellos dijeron que no iban a poner plata, que me tenía que ocupar yo. Y yo a los viejos no los dejo solos, porque tengo una deuda de vida con ellos. Yo era un predador". No hablaba con el tono compungido de los conversos que exponen compulsivamente sus miserias, no me miraba por el espejo retrovisor buscando mi complicidad, usaba palabras inesperadas para decir cosas que no eran las cosas que suele decir un hijo acerca de sus padres postrados. "Pasé ocho años alcohólico en la calle -dijo-. Tenía una flota de tres camiones, sufrí una estafa y quedé en la calle". Entonces señaló, con el brazo derecho, a través de la ventanilla. "En este mismo momento, mientras usted y yo trabajamos, hay un mundo paralelo de gente que está de pachanga. Y ese mundo es maravilloso, fenomenal. Divertidísimo. Siempre hay alguien dispuesto a invitar. Y siempre hay una garrapata como yo que se deja. Cuando me quedé en la calle, entré en ese mundo, y les robaba a todos. Iba a casa de mis padres y les robaba. Le robaba a mi hija. En un apagón, después de una borrachera, fui a casa de mi tío y le robé. Mi padre se enteró, me buscó y me molió a palos. Yo estaba con otros, gente de la calle, y lo quisieron parar a los golpes. Yo les dije: "No se le pega. Es mi padre". Me desfiguró. Ese fue el fondo del pozo. Mi madre me fue a buscar. Me encontró y me llevó a un psiquiatra. El psiquiatra dijo que tenía que internarme, que estaba con una depresión profunda. Una enfermedad del alma. Una luna muy oscura. Me interné, empecé un tratamiento psicológico. Dejar de beber es fácil. Lo difícil es cuando usted se encuentra con la falta de sentido sin anestesia. Mi papá y mi mamá estuvieron conmigo todo el tiempo. Ahí no hubo nadie más que ellos. Cuando salí de todo eso, me fui a Antofagasta y empecé de nuevo. Entonces me llamaron mis hermanos para decirme que mis padres estaban enfermos. Y cuando les propuse que pagáramos a profesionales que los cuidaran, me dijeron: '¿Con qué autoridad moral vienes a decirnos lo que tenemos que hacer? ¿Tú, el borracho de la familia? Hazte cargo'". Ya estábamos a una cuadra de la Estación Mapocho. El sol encendía las partículas de plátano oriental que llenaban el aire. Le dije: "Pero usted ya no es el borracho de la familia". Y el señor V. me contestó: "Siempre lo voy a ser. Nadie se salva de su pasado". Estacionó, le agradecí, bajé del auto, me senté en las escalinatas de la Estación Mapocho, y en las últimas páginas de un libro que llevaba conmigo tomé nota de esa conversación. No hay moraleja.