AUNQUE ES COSA SABIDA, ES CONVENIENTE RECORDARLO (POR AQUELLO DE QUE ALGUNAS COSAS, POR SABIDAS, SE CALLAN, Y POR CALLADAS, SE OLVIDAN) : el agrado de salir a comer a un restorán reside, en parte importante, en el ambiente, el servicio, la calidez del lugar, la decoración, en fin, en una serie de cosas que no son la pura comida.
Mirado desde este punto de vista, el Baco es, hoy por hoy, uno de los mejores restoranes santiaguinos y, ciertamente, el mejor bistró. Desde sus orígenes, hace unos lustros, se ha ido expandiendo sin caer en el gigantismo (enemigo mortal de todo comedor, privado o público) y, aunque no suele, como antes, aparecer por las mesas su propietario a hablar de algún vino o a recomendar algún queso francés, la calidez y la animación (¡sin música ruidosa!), la oportunidad de mirar diversos tipos humanos (otro placer) y el rodaje veloz y suave del servicio lo hacen sentirse a uno realmente muy, muy bien. Incluso hasta el punto de olvidar la arquitectura de ese rincón santiaguino, tan diferente de los buenos bistrós parisienses, tanto más pintorescos y coloridos. Comer por estos días calurosos en esas mesitas para dos, puestas en el exterior por la parte trasera, es realmente impagable.
Aunque, al cabo, la cuenta que a uno le llega es de las más pagables de Santiago, considerada la calidad estupenda de este lugar. Pero vamos viendo.
Partimos con unos huevos en meurette (dos, en una fuentecita de muy buen tamaño), pochados a la perfección en su rico caldo de vino, cebolla y tocino, que nos costaron $8.000. Otra entrada fue un par de rebanadas de foie-gras poêlé, o sea, pasadas apenas por la sartén, con un contorno de habas tiernas y de higos apenas calentados en mantequilla ($13.000). Y ambas entradas acompañadas con abundante baguette horneada a la perfección en el mismo bistró.
Como la fritura de un pescado es prueba de fuego de cualquier cocinero (las "Juanitas" de las costas chilenas ni se arrugan para freírlo con una envidiable maestría), pedimos una merluza austral frita que, como era de esperarse, llegó irreprochable, con su ensalada fresca y atinadamente aderezada (por cierto, sin eso que en algunos restoranes llaman "french dressing"..., cosa detestable). Y nos costó $11.000. Y luego de largas vacilaciones, decidimos dejar de lado el cassoulet y optamos por las lentejas Don César, servidas en un lebrillo de greda, cocinadas con abundante pimiento rojo (como es la mejor tradición chilena, transmitida por las Monjas Rosas), y enriquecidas con un trozo de carne de chancho y un magnífico huevo pochado ($9.000).
Culminamos con dos simples maravillas: la isla flotante, o sea, leche nevada, navegando en una gloriosa salsa de vainilla, y una torta milhojas francesa, con solo crema de vainilla, ¡sin manjar blanco, gracias al cielo!
Si quiere comer de maravilla y entretenido, vaya al Baco.
Nueva de Lyon 113, Providencia.