La última novela de Cesar Aíra es un desafío provocativo hacia el lector, ya que el narrador, el responsable de contar la historia, se caracteriza deliberadamente por una dudosa credibilidad. La historia que cuenta
Prins es precisamente, entre otros hilos, de cómo el protagonista y narrador extravía de manera progresiva, por un consumo masivo de opio, las habilidades cognitivas que proporcionan credibilidad a cualquier narrador. El narrador opiómano, desde el momento que se halla bajo los efectos de la droga, apenas resiste las exigencias de verosimilitud que se le hacen a quien pretende contar una historia. El riesgo, que Aira soslaya brillantemente, es que lector le quite totalmente la confianza y abandone la lectura. Aira, en cambio, jugando en los límites de lo razonable, logra concederle atractivo y coherencia en medio del delirio.
Como es usual, el escritor argentino hace brotar el relato desde una idea narrativa inicial ingeniosa y burlona: un exitoso escritor de novelas góticas, hastiado de su escritura y de su éxito, abandona su carrera y decide colmar el vacío que esa jubilación autoinfligida le produce, recurriendo a los goces y paraísos mentales que proporciona el opio. La novela es una expansión exquisita y empapada de humor de esa idea nuclear.
Es claro que Aira se divirtió escribiendo esta novela, porque de otro modo no se explica el placer que fluye por el texto mismo de modo permanente y hace de la lectura de este libro una experiencia gozosa.
La construcción del personaje -el exescritor de novela góticas- es graciosa y aguda, permitiendo al autor lanzar dardos venenosos contra los escritores y lectores de best sellers , pero también y sobre todo, contra los escritores -y críticos- de "literatura seria" y, más todavía, sobre los que posan de vanguardismo y originalidad; en alguna medida, sobre sí mismo. Bajo la aparente ridiculización del género de "la novela gótica" va escurriendo un escepticismo bilioso y burlón que arrastra, así, a toda la literatura y a su propio oficio de escritor.
El escritor opiómano, en su fuga de la escritura de la novela gótica, se va enredando en una trama -en la cual, por la mediación de la droga, es imposible discernir entre imaginación y realidad- en la que su propia vida se convierte en una novela gótica. A partir del principio, varias veces explicitado, de que la fantasmagorías opiáceas activan imágenes que ya se encuentran en la mente del consumidor y, por lo mismo, si ese archivo mental es pobre o tiene un cierto sesgo -caso este último muy marcado en el protagonista de
Prins - el mundo mental será una ampliación de ese núcleo, pero nunca la creación de algo nuevo, resulta, entonces, que el paraíso estático de un escritor de novelas góticas, que ha frecuentado ese género durante tantos años, será también un paraíso gótico, aunque sin estar sometido a la lógica de verosimilitud que esclaviza a la novela gótica, según el narrador. La descripción del mundo de consumidor de opio, en la que resuenan De Quincey y todos los autores que preceden a Aira en la aproximación narrativa a estos viajes, es precisa y a la vez hilarante.
Es, por cierto, el humor el elemento sobresaliente de
Prins, relato que, estructuralmente, de punta a cabo, califica claramente como una comedia. La anécdota central -el escritor de novelas góticas que reemplaza la escritura de estas por el opio- y cada uno de los episodios que se despliegan a partir de esta, las opiniones y comentarios están plagados de incongruencia, burla y sinsentido. Aira sabe moverse en el borde del escarnio hacia el lector ante quien se yergue a menudo la duda de si la novela no tiene otro propósito que tomarle el pelo. Lo que, hábilmente, detiene ese juicio peligroso que podría producir rechazo, es la capacidad de Aira de reconducir el relato, intercalando en el momento justo, o un comentario perspicaz o un leve giro en la acción, hacia un tono más melancólico, tenebroso o reflexivo, del cual emerge rápidamente otra vez para volver a la comedia, una comedia, por cierto, en la que prevalece la ironía, el humor negro, el absurdo y la paradoja.
Los logros de la novela de Aira, con todo, le deben mucho a la calidad superior de su prosa, que en
Prins, autorizada por el influjo del opio, adquiere un carácter estrafalario en sus símiles e imágenes, una soltura inusual y crecientemente desbordada en su sintaxis a medida que el relato avanza, aunque siempre sometida a un admirable control y precisión.
Aira logra con
Prins fabricar un artefacto literario admirable en su construcción, ligero y a la vez inteligente y reflexivo que, a contrapelo del escepticismo melancólico y divertido del protagonista hacia la literatura, termina convirtiéndose en un tierno homenaje hacia ella.