Parlamentarios oficialistas presentan ante el Tribunal Constitucional un requerimiento en contra de un reglamento dictado por su propio gobierno. Revisar cómo llegamos a esta situación inédita en nuestra historia política muestra otras paradojas.
La ley de aborto en tres causales permitió a las personas naturales, no a las jurídicas, hacer objeción de conciencia. El Tribunal Constitucional extendió tal derecho a las personas jurídicas. El texto de la Constitución no establece el derecho de objeción de conciencia, menos lo hace extensivo a las personas jurídicas; pero los jueces suelen expandir el significado de la Constitución en desmedro de las mayorías en el Congreso, cuando estas ven debilitado su prestigio y autoridad. El poder no reconoce vacíos. Cuando un órgano no lo ejerce, otros lo suplen.
A partir del fallo del Tribunal Constitucional, la Presidenta Bachelet, haciendo legítimo uso de su mandato popular y fundado en ideas socialistas, dictó un protocolo que negó fondos públicos a las personas jurídicas que ejercieran su flamante derecho a objetar de conciencia.
El gobierno del Presidente Piñera, ejerciendo legítimamente su mandato popular y fundado en ideas liberales, decidió que las personas jurídicas objetoras de conciencia sí tenían derecho a fondos públicos. Los parlamentarios de izquierda no estuvieron de acuerdo con ello, pero en vez de intentar una ley que dijera lo contrario, hicieron dos cosas: acusaron constitucionalmente al ministro de Salud y acudieron al contralor para que invalidara tales reglas.
El contralor estimó que tal regulación del Ejecutivo no era legal. La ley no establece que las personas jurídicas que hacen objeción de conciencia no deban recibir fondos públicos, pero el contralor, en otra interpretación extensiva, decidió que el mandato popular recibido por el Presidente para encabezar un gobierno más liberal que el anterior no lo habilitaba para regular el otorgamiento de fondos públicos de esa forma, pues la ley decía lo que textualmente no decía.
El Gobierno se sometió a la interpretación del contralor. A la fecha, los objetores de conciencia no pueden recibir determinados fondos públicos. Es esta decisión la que los parlamentarios oficialistas impugnan ahora ante el Tribunal Constitucional. Una vez más estos diputados renuncian a una deliberación pública del asunto que termine por zanjarlo por mayoría. En vez de poner por delante sus títulos de legitimidad democrática para dirimir un asunto discutible, delegan su decisión en jueces.
Uno de los pilares de la democracia representativa es que la principal fuente de poder regulatorio la tiene el legislador y que este resuelve por mayoría. Ciertamente, la democracia es mucho más que una regla de mayoría. Esta, desde luego, no es suficiente para imponerse a los derechos fundamentales de la minoría o para cambiar las reglas que son precondición de la democracia. No obstante, fuera de esas reglas básicas, las cuestiones públicas no son problemas que deban resolver los filósofos, los jueces o los órganos que controlan la democracia. Son problemas que deben deliberarse por los representantes del pueblo, de cara y apelando a la opinión pública, y resolverse por mayoría.
No parece que sea un derecho fundamental de las minorías o una precondición de la democracia la cuestión de si pueden o no recibir fondos públicos las personas jurídicas objetoras de conciencia para abortar. Los intelectuales que han debatido este tema tienen mucho que aportar a la deliberación, pero la decisión no es filosófica, sino de prudencia política. Los principios jurídicos deben estar en el debate, pero no pretender dirimirlo.
El asunto debiera haberse resuelto en el Congreso, a condición, claro, de que los parlamentarios hubiesen creído que los títulos que detentan son suficientes para zanjar los asuntos públicos. Los parlamentarios litigantes pierden autoridad para encabezar las quejas en contra de los jueces activistas.