Los políticos de centro y de izquierda arriesgan una tortícolis de tanto mirar por la ventana de la derecha tratando de atisbar a qué hora y con qué pinta se aparecerá el Bolsonaro chileno. Soy de los pocos que no lo presienten venir; y que, en cambio, creo que al dedicarse a ese presagio, la centroizquierda pierde la oportunidad de reconocer errores recientes, sin cuya comprensión dificulto tenga chance de aliarse o de devenir en alternativa de gobierno. Pero como no se da ese debate que quiero, me allanaré a hablar de populismo.
¿Hay ya populismo en Chile? Un par de rasgos de ese mal pueden ayudarnos a pensarlo.
La política tiene una cuota sana de apelación al sentir mayoritario. De eso es bueno expurgar al concepto negativo de populismo. No ayudan a la democracia las acusaciones de populismo que encubren nostalgias de elitismo, ya sea en su vertiente aristocrática, ya en la tecnocrática. En ese sentido, por ejemplo, el Presidente no es un populista cuando se vale del repudio mayoritario a la violencia estudiantil para empujar su Aula Segura.
Pero el Gobierno sí incurre en populismo al prometer que, con ese proyecto, va a terminar con la violencia estudiantil. Uno de los rasgos negativos del populismo es el de prometer fórmulas fáciles para problemas complejos. Ese discurso populista apela a las emociones, típicamente al miedo, y con ello erosiona la necesaria racionalidad y complejidad con que debemos tratar los problemas públicos. Además, ese discurso genera frustración. La promesa no cumplida hace perder confianza en la política, le quita prestigio, ingrediente indispensable para el ejercicio del poder; pues este, desnudado de autoridad, se debilita. Quien perciba que el Estado ejerce poder sin autoridad, valida oponer su astucia o su propia fuerza a la de aquel; unos se sienten legitimados para eludir impuestos, otros para quemar camiones o poner bombas. La pura amenaza de la sanción es como el freno de mano: no elimina la marcha y termina por desgastarse.
Otro rasgo preocupante del populismo es el desprecio por las instituciones que intermedian el diálogo directo entre el líder carismático y su pueblo. Cuanto menos se aprecie el valor de esas formas, más cerca estaremos del populismo. Este acecha cuando la pausa que las formas ponen al impulso de un proyecto es percibida como un estorbo innecesario; cuando no se valora escuchar al otro. Populismo y fascismo no son lo mismo, pero ambos comparten la intolerancia y el desprecio por el parlamento político y sus formas; ambos descalifican a sus adversarios y en general, a los distintos. Cuando el otro es una amenaza o un estorbo, la democracia sí está en peligro, pues ella requiere de tolerancia y de las muchas formas que aseguran que las decisiones públicas sean fruto de la deliberación racional, seguida de la regla de mayoría y con respeto de las minorías. Por eso hay que aplaudir al Presidente cuando nos promete volver a la democracia de los acuerdos y al ánimo de concordia que caracterizó a los gobiernos de la Concertación; pero debemos criticarlo cuando, traicionando esa promesa suya, descalifica a los parlamentarios que no están con su precisa fórmula para enfrentar la violencia en las aulas, acusándolos de ser partidarios de la violencia.
¿Está tan desprestigiada la política en Chile y es tan virulento y descalificador el debate que solo falta el líder que encarne el populismo ya reinante?
No me parece que estemos chapoteando en populismo o prontos a ello, aunque debamos cuidarnos. Cosa distinta es que se haya perdido vertiginosamente el prestigio que antes se adscribía a las posiciones de autoridad. Ese fenómeno añade complejidad a la democracia; pero es también una sana manifestación de la igual dignidad de quienes mandan y quienes obedecen. Esa igualdad es un socio inseparable de la democracia. La autoridad hay que ganarla, ya no viene con los cargos. A eso debemos acostumbrarnos. El desconcierto de las élites por la pérdida del prestigio adscrito del que gozaban no debe confundirse con el populismo.