NADA MEJOR QUE EL VIAJE INMÓVIL que ofrecen las cocinas étnicas, sin las esperas en esos no lugares que son los aeropuertos ni acarreos de maletas ni ronquidos del pasajero vecino. Un puro buen plato y ya se está despegando. Ya por eso, vale la pena una visita al nuevo restaurante vietnamita de la capital, Gusto Vietnam, el que está ubicado en Bilbao casi con Manuel Montt, donde estuvo el peruano Mochica. Por esas conjunciones casi astrales, viene a sumarse a una nueva filial en el barrio alto del ya, a estas alturas, histórico Vietnam Discovery y a la futura apertura de un bistrot vietnamita en el barrio Lastarria. Una maravilla, considerando que durante años hubo que conformarse con el puro Jardín de bambú, que era como la sinopsis de la sinopsis de este sabor oriental.
Pero en fin. De entrada, no es la estética su fuerte. Más bien se siente como una ocupación casi a préstamo del espacio. Ojalá le pongan más palos a ese puente, porque la comida no está mala. Y el ají casi satánico que ponen en la mesa, en un frasco, los acerca más a la picada que a ser un restaurante más en regla, ojo monsieurs.
Para partir, evitando los rollitos fritos, que tanto se parecen a los tan conocidos chinos, se optó por unos que vienen fríos en fina masa transparente de arroz, unos nems ($6.500). A través del contenedor -porque son como esos cuerpos de plástico para aprender de venas y arterias en el colegio- se ven las verduritas picadas, menta y unos camarones de casting , los que se remojan en una característica salsa agridulce. Se siente y se come sanito, la verdad. Por otro lado, unos panqueques crujientes, maravillosos por su sabor -hechos con tres harinas, explica el caballero que atiende-, que se sienten harto menos saludables, pero OMG, qué ricos que son. Son los bánh xéo ($7.500), rellenos con algo de camarón, chanchito y dientes de dragón. Hay que bañarlos en una salsa bien licuada que viene con ellos. Crujen, y crujen mucho. Una gloria de sabor y textura, pero sin contarle al doctor.
De fondos, un vacuno a la pimienta ($7.000), muy blandito y salteado con hartos cortes de pimentón al dente, acompañado de un arroz blanco. Y la clásica sopa local, la pho ($6.200), que es un caldo clarificado, con harto tallarín de arroz con carne y verduritas, que hemos probado más aromáticas, por lo que se acercó más a la categoría de comida de hospital. Sanita igual, entonces, pero al debe en exotismo (perdón chef).
De los postres, como ocurre con varias comidas de oriente -para quienes han probado con postres japoneses, chinos, coreanos y tailandeses, lo saben- se tentó con uno de zapallo y arroz, caliente, el
che bingo, y con otro de arroz glutinoso morado, el
che nepcam, a $1.500 ambos. Se tentó y, digámoslo, se produjo un choque cultural entre la expectativa (problema de uno) y la realidad. Es que la adicción chilena por el azúcar en exceso no tiene mucha cabida aquí.
En resumen, obviando el tema estético y considerando que la mano de la cocina es la real -es cosa de ver cómo se comunica el personal de sala con el de la cocina-, que los precios están en la medianía y que esos panqueques fritos son mortales (en toda sus acepciones), hay que puro darse una vuelta por esta embajada de un sabor poco usual.
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