La voz ronca de Fabiana que, escalando los monitores de las computadoras y las montañas de papeles y libros que cubrían las superficies de nuestros escritorios en la redacción de la revista donde trabajábamos, me decía: "Estaba pensando que para la nota que estás haciendo podría servirte contactar a Fulano, si querés te paso el número". Héctor, en otro escritorio de la misma redacción, diciéndome que consultando a tal sociólogo podía encontrar algo interesante para el artículo que estaba escribiendo. Rodrigo, prestándome libros que no prestaba a nadie para que pudiera avanzar con la estructura de un texto complicado. Hugo, encargándome artículos que yo temía no poder hacer y diciéndome: "Claro que podés". Muchos, a lo largo de años, me ayudaron con datos e ideas, me alentaron a hacer lo que yo creía imposible, y siempre se alegraron cuando las cosas marchaban, en líneas generales, bien. No soy una persona buena, pero esa generosidad cómplice de los colegas y los editores fue mi escuela, y he intentado replicarla como pude. Soledad Gallego Díaz, la estupenda periodista española que desde hace unos meses es directora del diario
El País de España, recibió en mayo pasado el premio Ortega y Gasset en reconocimiento a su trayectoria. Su discurso fue una defensa del trabajo periodístico colectivo, cómplice y solidario: "Los periodistas -dijo- (...) no trabajamos aislados, sino que pertenecemos a lo que algunos llaman 'una comunidad de práctica'. No es un club, desde luego. Las redacciones son, como diría el sociólogo Etienne Wenger, grupos de personas que compartimos una misma preocupación y una misma pasión por algo que hacemos y que aprendemos a hacer mejor, precisamente porque lo hacemos juntos (...) porque aprendemos unos de otros y porque colaboramos unos con otros. Porque, gracias a esa cultura compartida, sabemos identificar el buen y el mal periodismo". Recordé ese discurso magistral cuando, con diferencia de muy poco tiempo, recibí tres
mails de colegas a quienes no conocía. Uno me escribió proponiéndome un libro para una colección que dirijo en la Argentina; otro, para que leyera un artículo suyo, muy largo, y se lo comentara; el último, para proponerme un artículo en un medio en el que trabajo como editora. Les respondí de inmediato: a uno le sugerí una editorial, puesto que no lo veía dentro de la colección que dirijo; al otro, que no podía leer todo el artículo pero que había encontrado el tema interesante, aunque muy local, y lo alenté a buscar un sitio de publicación; al último, que el tema era muy bueno pero que no cuajaba en el medio donde trabajo, y que las puertas quedaban abiertas para otras ideas. Los tres me agradecieron. Los tres terminaron su
mail -lo juro: quizás sea un rasgo de época- con una frase escandalosa: "Gracias por responder el
mail de un completo desconocido. Reconozco que yo, en tu lugar, no lo hubiera hecho". La enunciación me pareció una indecencia: se sentían con derecho a escribir -y a esperar respuesta- de una colega a la que no conocían, pero estaban seguros de que, cuando les tocara, serían refractarios e indiferentes y no harían por otros lo que alguien había hecho por ellos. ¿No somos todos unos desconocidos cargados de ilusión, zozobra y desasosiego hasta que alguien nos mira -un editor curioso, un colega afable- y dice "Allí: él, ella"? ¿Qué hubiera sido de muchos de nosotros si no nos hubieran dado la oportunidad, ofrecido el trapecio para que hiciéramos nuestras cabriolas en al aire? Si un periodista no es ambicioso y competitivo, si no quiere hacerlo mejor que nadie, no tiene nada. Pero si se empeña en brillar solo, en alambrar el metro cuadrado donde hace sus piruetas, será, con el tiempo, un agujero negro del que no sale una pizca de luz. Un hombre al que conozco demasiado dice a menudo: "No me basta con que me vaya bien a mí: además, quiero que todos los demás fracasen". Siempre me pregunto cómo será vivir dentro de una cabeza que piensa de ese modo, y la idea me resulta insoportable. No sé si hay dicha mayor que el intento de brillar donde otros brillan. De medirse con los mejores. Quizás estoy exagerando, haciendo lo que no se debe hacer: inferir, de unas frases escritas al pasar, demasiadas conclusiones. Solo sé que la generosidad nos enfrenta a un riesgo: dar con alguien mejor que nosotros mismos. Los cobardes encuentran en eso una amenaza.