Las personas cargadas de negatividad no son felices y, en general, resultan tóxicas para quienes las rodean. La actitud positiva o pesimista frente a la vida se construye en la infancia, dejando huellas que resultan difíciles de modificar.
En su libro "El cerebro afirmativo", Daniel Siegel y Tina Payne plantean que la clave para educar niños con fortaleza emocional, habilidades sociales y resilientes es tener un cerebro afirmativo. Este les permitirá estar abiertos a enfrentar desafíos, a aceptarse y lo que pueden llegar a ser. Un cerebro negativo, por el contrario, vuelve a los niños muy temperamentales, les impide abrirse a la experiencia, dificulta su capacidad de escuchar y empatizar con los demás y los lleva a asumir una actitud defensiva, que les dificulta ser flexibles y abiertos a las propuestas del medio.
Hay cuatro características fundamentales del cerebro afirmativo:
Equilibrio, que permite regular las emociones, impidiendo el descontrol y favoreciendo una actitud autorregulada.
Resiliencia, que es la capacidad de recuperarse frente a la adversidad y los problemas.
Perspicacia, entendida como la capacidad de estudiarse, entenderse y utilizarlo para decidir mejor y tener el control de la propia vida.
Empatía, que es la capacidad de ponerse en el lugar de los otros y de afectarse lo suficiente como para ayudar, si es necesario.
El cerebro afirmativo surge de circuitos cerebrales que conducen a la receptividad y activan el sistema de compromiso social; el negativo, en tanto, activa respuestas defensivas y de rechazo. De allí la importancia de esforzarse, a través de las interacciones sociales, por desarrollar un cerebro afirmativo.
Un concepto básico para construir un cerebro integrado es la neurobiología interpersonal: el estudio de las conexiones que se originan entre los cerebros de las personas en sus relaciones mutuas. Las diferentes regiones del cerebro tienen funciones específicas, pero cuando actúan en forma colaborativa son más efectivas.
Para que el niño construya un cerebro integrado, los adultos deben darle la oportunidad de fortalecer y crear conexiones cerebrales en períodos como la infancia y la adolescencia. Las experiencias a las que exponemos a los niños determinan qué zonas del cerebro son estimuladas y cuáles pueden atrofiarse.