El Gobierno salió a respaldar a sus ministros de Educación y de Economía, no obstante reconocer que habían cometido lo que calificó de errores comunicacionales, meras cuestiones de forma, anécdotas, mientras la sustancia, la gestión, seguía siéndole satisfactoria.
Pero la política tiene que ver con la cultura tanto como con las gestiones. Las palabras, en el campo de la primera, tienen una enorme capacidad de instalar imágenes, algunas de las cuales son luminosas, mientras otras pesan como anclas en una travesía por un desierto.
Para desgracia del Gobierno, la galería de los Presidentes es, en el imaginario popular, una colección de frases tanto como de rostros. El gobierno de Bachelet es y será el de la retroexcavadora. No fue un gobierno revolucionario, pero en comparación con los que le antecedieron, bastaron sus esfuerzos por cambiar el modelo de lo que cabía al Estado en la regulación y provisión de la educación, unos anuncios nunca concretados en previsión y salud y algunos desaciertos en las fórmulas de reemplazo, para que quedara asociado con la imagen de esa máquina más apta para destruir un edificio que para construir otro. ¿Cuántos votos le restó esa imagen a la Nueva Mayoría cuando volvió a pedir se le renovara la confianza? ¿Y los patines de los alumnos aventajados? ¿Acaso no instaló la idea de que la igualdad se procuraba tanto o más restando privilegios que superando las desventajas? Más poderosas que mil discursos, esas breves frases instalan en el imaginario público la impronta de un gobierno.
Cuando murió Aylwin, no fue casual que fuera enterrado al son de aquella frase en que, contra pifias y abucheos, porfió en sostener que Chile era la patria donde convivirían civiles y militares. ¿Acaso alguna otra podría resumir mejor a un gobierno que buscó restaurar la reconciliación en Chile? Y la otra, la que tanto criticaron aquellos que ven la política como el arte del testimonio, esa de la justicia en la medida de lo posible, imagen perfecta para reflejar un gobierno realista que entendió que su misión era obtener resultados que corrieran la frontera de lo posible.
El de Lagos quedó asociado a la frase suya de dejar que las instituciones funcionen. Es que esa breve expresión permite evocar privilegiadamente el esfuerzo de ese gobierno por meter en la cintura democrática a las "fuerzas fácticas" de la transición, mediando una reforma constitucional que puso término a casi todos los "enclaves autoritarios" y empujando para que el Poder Judicial privara a Pinochet de sus privilegios como senador, lo procesara y lo sometiera a arresto domiciliario. Todo eso es muy largo de contar y se evoca bien con lo de dejar que las instituciones funcionen.
Salvador Allende, cualquiera sea el juicio que tengamos de su gobierno, ha quedado arropado en la historia con lo de las anchas alamedas, pues nada evoca mejor su resistencia y heroica muerte en medio del bombardeo a La Moneda.
Las palabras nos constituyen. Unas pocas bastan para que escojamos una profesión de por vida, nos comprometan para siempre o por largo tiempo con una pareja, nos hagamos miembros de una colectividad o nacionales de una patria. La forma en que este o cualquier gobierno se comunica no es pura anécdota, como quiere convencernos el Presidente.
El ministro de Educación lleva varios intentos por asociar a este gobierno con una de sus frases. La última no es baladí. No llamó a hacer bingos para pagar el viaje de estudios de los terceros medios o para comprar café para la sala de profesores, sino para reparar techos que se gotean. La frase quiere decir que no es el Estado, sino el esfuerzo de las familias el que debe garantizar que ningún niño se moje en una sala de clases, condición necesaria para hablar de una educación de calidad. Este opositor hace votos por que ese modo de entender la función del Estado no termine siendo el sello de este gobierno. Del Presidente depende huir de esa mala imagen.