"En estas memorias, me adelanto y retrocedo en el tiempo. No me someto a etapas cronológicas rígidas, aun cuando trato de dibujar el ambiente mental, el tono, el espíritu de una época determinada". Esta afirmación del autor es una correcta descripción de la segunda parte de sus memorias. Aunque es verdad que avanza y retrocede en el tiempo, Jorge Edwards mantiene en ellas una cierta disciplina, y así la rememorización cubre un lapso que va desde principios de los años 50 a principios de los 70, un segmento de tiempo que, en lo biográfico, retrata al futuro escritor en sus años universitarios como estudiante de Derecho, cuando traba algunas amistades entrañables en torno a la literatura; se casa con Pilar Fernández de Castro; viaja con una beca por un año a la Universidad Princeton; inicia su carrera diplomática; reside en París con su señora y sus dos hijos pequeños durante varios años; ya funcionario de la embajada de Chile, realiza otras destinaciones diplomáticas, visitando Cuba, Rusia y Suecia; regresa a Chile para ser destinado a la embajada en Lima, para terminar, después de la elección de Salvador Allende como Presidente de Chile, siendo el encargado de reabrir la embajada en La Habana de Fidel Castro.
En medio de ese ir y venir en que se entremezclan el nomadismo diplomático, la bohemia literaria y la vida familiar, van apareciendo las lecturas (porque Edwards ha sido siempre un lector excepcional) que lo formaron y le fascinaron, desfilan algunos escritores ya famosos o que luego lo serían, algunos políticos importantes y, muy en segundo plano, va perfilándose su figura de escritor en ciernes, la consolidación de su vocación de narrador, la publicación de sus primeros cuentos y la redacción de sus primeras novelas. Es un espectro que va, en lo personal, más o menos, desde la edad de los 20 a los 40 años y, en lo político, cubre la Guerra Fría en pleno.
En el mismo estilo llano y familiar de la primera parte, en este libro prevalece la pintura de una época, la reconstrucción del espíritu y el tono vital que la marcó, y la impronta que dejó en los individuos que la vivieron. Se trata de memorias en las que, como es obvio, aparece el sujeto que rememora, sus peripecias y su visión de los hechos, pero que se focalizan en narrar las movimientos culturales y políticos de ese periodo y el modo en que las distintas personas que conoció -y él mismo- se situaron ante esos acontecimientos y tendencias epocales entonces predominantes.
Como lo indica el título, Edwards percibe esa época como un tiempo de opciones políticas extremas, de discursos poderosos que tienden a la simplificación -las consignas-, discursos que atrapan y enceguecen incluso hasta las inteligencias más lúcidas.
Esclavos de la consigna es un libro extrovertido, por decirlo de algún modo, en el que el esfuerzo del autor se centra en transmitir el tono de una época y proporcionar un fresco fiel de la misma y no tanto en la exploración de su mundo interior. El protagonista de estas memorias es la época y no los individuos y, si ese es el propósito, Edwards lo logra plenamente, porque el lector puede aproximarse a la intensidad y extravío de esos tiempos, expuestos, a la vez, con la inmediatez del testigo y la perspectiva de los años.
Edwards es honesto y sincero consigo mismo y en el juicio de los otros, y procura no ceder a la "autocensura", revelando con claridad todos los detalles y episodios, aunque puedan mermar la estimación de otros acerca de su propia persona. En este sentido, estas memorias, sin estridencias, tienen un cierto tono confesional y no es inocente que uno de los libros que el autor menciona con insistencia sea
Las confesiones de Jean Jacques Rousseau. La franqueza se trasluce, por ejemplo, en las dudas que se plantea acerca de su propia posición, sin convicciones profundas, más bien arrastrado, como otros, por los acontecimientos y el espíritu de una época que solo ahora, en la ponderación retrospectiva, aparecen en su naturaleza enajenante, la sensación de tiempo perdido en la frivolidad de la bohemia (el exceso de "nerudismo") e, incluso, en la cuidadosa estimación de su vida familiar, en la que no ahorra la mención de las infidelidades.
La segunda parte de sus memorias es amena, y Edwards, con habilidad, se las arregla para esquivar, sin omitir, los episodios que ya narró más extensamente en libros anteriores como
Adiós, Poeta... y Persona non grata, añade detalles nuevos y perfila, con mano maestra, el retrato de hombres y mujeres que jugaron algún papel en sus peripecias y, sobre todo, dibuja con precisión, cariño y admiración la que aparece como la ciudad de su vida, sin duda, la protagonista secreta de estas memorias: París.