Con refriegas y ásperas declaraciones cruzadas van entrando en tierra derecha varios de los casos penales que involucran a actores políticos. Se develan vacíos legales o cuestiones que corregir, como la mala tipificación y las penas demasiado blandas del delito de cohecho y que el criterio básicamente recaudador del SII tenga la llave que permita o impida investigar estos ilícitos que minan un bien no tributario, como es la fe en la democracia.
Como siempre ocurre en la vida real, la justicia se alcanzará en la medida de lo posible. Algunos se indignan con ello e intentan incluso destituir al fiscal nacional. Sin embargo, a pesar de sus limitaciones, la actividad persecutoria del Estado no aparece como una mascarada para perseguir solo a un sector, como quieren convencernos los acusados, sino como una actividad legítima, aunque sujeta a límites, a veces razonables, a veces defectuosos. La percepción de ser legítima la persecución penal refuerza el nunca más en esta materia, objetivo primordial frente a este tipo de delitos. Ese repudio social es la mejor barrera para prevenir que vuelvan a ocurrir el tráfico de influencias y el financiamiento irregular de la política por los negocios que, a ojos de muchos, hacían aparecer a la primera como dependiente de los segundos.
Y porque el repudio social de la corrupción es la mejor barrera contra su repetición, es que resulta criticable que personas que han tenido una destacada función en la tarea de traer transparencia a nuestras instituciones hayan suscrito una carta manifestando su solidaridad con Lula da Silva (hasta allí todo razonable) en la que apelaron al poder judicial de Brasil para que permita su inscripción como candidato presidencial, aduciendo que ello lo exige la democracia brasileña y lo demandan los demócratas chilenos.
La declaración puede aparecer a primera vista como un gesto de solidaridad política o como el ejercicio respetuoso del derecho de petición. Esta lectura benévola tiene, sin embargo, dos problemas que la echan por tierra. La primera es que, como sus autores no podían desconocer, su influencia sobre su destinatario, la judicatura brasileña, será nula, mientras su impacto interno, como posición política frente a actos de corrupción, es alto. Si, en cambio, nos tomamos en serio su petición, aparentemente menor: dejar que Lula se inscriba como candidato en razón de su popularidad, esta necesariamente es una solicitud de impunidad, pues un Presidente no puede ejercer su mandato desde la cárcel. Permitir la inscripción equivale a impedir la continuación de los juicios.
Los fundamentos de la petición son lo más preocupante: Se pide no desconocer la preeminencia de la soberanía popular so pretexto de lo que la declaración denomina "argumentos procesales discutibles". Lo discutible, incluyendo el derecho a inscribirse estando procesado, está por resolverse en el único lugar en que civilizadamente estas cuestiones pueden decidirse: los tribunales de justicia y no en la magnitud del apoyo político de los demócratas de allá o de aquí. Para los firmantes, sin embargo, pareciera que alguien apreciado por su pueblo, por haber hecho tanto bien como Lula, no debe ser sometido a "cuestiones procesales discutibles". Más allá de sus formas, la misiva, como posición política, implica sostener que la popularidad debe ser tenida como una eximente de responsabilidad penal. La defensa de esta tesis sí que sería una mala noticia para la democracia, la que no solo se asienta en la popularidad, sino también en una serie de esas reglas procesales, las que no merecen trato peyorativo, pues garantizan la igualdad, la responsabilidad por los actos cometidos y la sujeción del poder al derecho, principios sin los cuales no hay democracia.
Afortunadamente nadie sostiene para Chile que la popularidad sea eximente de responsabilidad penal. Con todo, y como el éxito de la lucha contra la corrupción depende fuertemente del repudio social que ella genere, no resulta razonable hacer concesión alguna a esa desafortunada tesis.