Se supone que leer libros es algo absolutamente bueno. Nadie exige campañas del Estado para que la gente se eduque en el arte de apreciar la danza clásica, pero fomentar la lectura parece una política que todo ciudadano debería exigir. Los padres gritan "¡
Bajá esa música!", pero nunca dicen "No leas tanto". A mí me lo decían. De niña, me sentaba a cenar con un libro, lo apoyaba contra el sifón de soda y pretendía leer (también) mientras cenaba. Eso era antes. Ahora un colega me hizo una pregunta que me sorprendió: "¿Cuándo
leés?". Tuve dificultad para contestarle. Leo mucho. Pero ¿cuándo? Hace poco, un hombre me dijo: "Soy incapaz de sentarme bajo una lámpara a leer. Necesito más movimiento que eso". Yo también necesito más movimiento. Leo en el metro, en el taxi, en el autobús, en el avión, en los andenes. A veces, incluso, mientras camino. Parece que soy una lectora ambulante, de exteriores. Eso me trae problemas. Me da vergüenza que perfectos desconocidos me vean en aeropuertos, vagones y buses con un libro cuyo título podría dar una imagen errónea de mí. Ya ven el nivel de ego.
Hace poco leí
El ministerio de la felicidad suprema, de Arundhati Roy, una melaza hipercalórica de indianidad al palo. Pero lo que importa es el título, esa bomba de optimismo a la que se suma un diseño de portada -florcitas, pajaritos, pétalos- tan exento de ironía que cualquiera podría tomarlo por un manual de autoayuda. ¿Cómo desplegar eso en el vagón del metro sin hundirse en el bochorno? Esa vergüenza sobreviene aun cuando se trata de libros que me gustan muchísimo. Leí
Día de la independencia, de Richard Ford, con el resquemor de que alguien pudiera pensar que estaba leyendo "el libro de la película" (y
El día de la independencia es una película bastante torpe). Hice malabares para esconder la portada del descarnado
Yoga para los que pasan del yoga, de Geoff Dyer; del sarcástico
Este libro te salvará la vida, de A.M. Homes; del sanguinario
Diario de un ama de casa desquiciada, de Sue Kaufman. Son obras sensacionales, pero me resulta humillante que alguien pueda inferir, basándose en los títulos, que tengo una vida espantosa y que leo esos libros para tratar de conseguir una mejor. Sin embargo, hay títulos que paseo con orgullo. La editorial Bastante, de Chile, publicó un libro de Andrea Palet que recoge 39 de las columnas que la autora -que es también editora de Los Libros del Laurel- escribió para diversos medios durante 15 años. La portada asusta de tan buena (davidlyncheana, dolorosamente rara). El título también:
Leo y olvido (extraviado fulgor de la frase modesta y tierna "leo y escribo", que solía describir un estado de cosas).
Palet tiene una agudeza, una elegancia y una precisión que ya no se consiguen, y combina su perfidia narrativa con una melancolía burbujeante, jamás almibarada, cuando habla del paso del tiempo, la vejez de los padres, el crecimiento de los hijos. Escribe como un lobo: desde su cueva, cuidando de los suyos, a veces lastimada y rabiosa pero siempre lúcida, controlando el poder de destrucción de sus colmillos. Ha dicho de sí misma que tiene "una mente de 13 años", lo cual es cierto solo en un sentido: conserva las estrategias de supervivencia con las que está equipada una persona de esa edad (la astucia para pasar desapercibida, el asombro, la timidez), pero estas columnas -que versan sobre lecturas, política, familia, amigas, vacaciones, autores- son la vivisección de una cabeza cuya espesura se compone de capas que solo puede provenir de una experiencia vital intensa. En el texto que da título al libro escribe (con temeridad para quien, como ella, es también editora): "Leo los libros y los olvido con tanta rapidez que ya me da miedo. Apenas me queda una sensación, una reminiscencia, bastante precisa sin embargo, pero de todos modos triste y poca cosa para alguien que a veces querría (de los libros, no de la vida) no perderse nada [...]. Un poco más grande, me dio por leer el ladrillazo del
Ulises, de Joyce [...]. No entendí nada [...] y todo lo que diga de la gran novela dublinesa lo habré copiado de otra parte". No es la confesión de una ignorancia, sino la convicción, exenta de alarde, de quien arma su menú de angurrias culturales sin estar pendiente de "lo-que-hay-que-leer". El título me produjo envidia -es tan bueno- y alivio: me sentí menos ridícula. Yo también leo y olvido. Mis amigos citan de memoria al personaje tal de la novela tal de Juan José Saer, mientras yo todavía estoy intentando saber si la leí. Recuerdo muy bien un puñado de libros -
Madame Bovary,
Lolita-, pero de
Bouvard y Pécuchet, que a los 20 me pareció increíble, no recuerdo nada. ¿Era sobre dos tipos que inventaban cosas, que cultivaban una huerta? ¿Qué conservo de Jernigan, la novela de David Gates, además del personaje de una mujer que mataba conejos con una bala de paja? Nada. Sin embargo, busco desde hace años otros libros de ese autor en todas las librerías a las que entro. Richard Yates es majestuoso, pero no sé de qué trata
Jóvenes corazones desolados, aunque me encantó y la leí hace menos de un año. Si conservo rastros de
Revolutionary road es porque, además de leer la novela, vi la película. El libro de Andrea Palet, su desquiciada falta de impostura, su valentía, su generosidad, demuestra que leer y olvidar -leer para olvidar- puede ser un desperdicio, pero que en todo caso es un desperdicio que produce resultados rutilantes. Y no estoy hablando -solo- de libros.