El nombre de Arthur Miller es una placa tectónica en la corteza del teatro contemporáneo. Una placa que se fricciona con la de Eugène O'Neill y Tennessee Williams, y más hacia atrás, con Henrik Ibsen. Entre ellos acoplaron el continente del realismo psicológico alrededor de la nueva burguesía e instalaron la tragedia, antes reservada a los héroes o a los nobles, en personas comunes.
Las obras de Miller, también novelista y ensayista, cincelan complejos perfiles humanos que dejan ver los engranajes psíquicos y morales de una época. Sus piezas dramáticas cuestionaron los alcances del sueño americano a tal punto que tuvo que comparecer frente al senador McCarthy, cuando durante la Guerra Fría se desataban olas de acusaciones y arrestos. Esa persecución lo llevó a escribir "Las Brujas de Salem", que es parte de un sólido corpus de textos, entre los que destacan "La muerte de un viajante", "Después de la caída", entre otras.
"Todos eran mis hijos" ("All My Sons"), de 1947, la obra que se estrenó en el teatro de la UC, es una pieza de posguerra que desmenuza los costos colectivos e individuales del conflicto. Por ejemplo, al interior del clan protagonista, los Keller, queda el siguiente saldo: un hijo desaparecido y el abultamiento de las arcas familiares.
La obra se inicia durante una, aparente, sosegada tarde de domingo en el patio de los Keller, con una ventolera que derriba el manzano, como un presagio de la calamidad que se avecina. Ahí están Joe Keller (Cristián Campos), un próspero comerciante, que ha logrado, tras un duro trabajo, bienestar para su familia y prestigio en la comunidad. Coca Guazzini es la vulnerable y neurótica Kate Keller, la esposa, quien vive aferrada al anhelo de volver a ver a su hijo Larry, piloto del ejército norteamericano. El cuadro se completa con Chris Keller (Jorge Arecheta), el hijo menor, soldado que regresa del frente apreciando otros valores como la solidaridad. La contenida rutina, llena de omisiones de los Keller se verá amenazada con la llegada de los hermanos Ann (Antonia Santa María) y George Deever (Benjamín Westfall), quienes, con su presencia, develarán un secreto largamente guardado.
Ocurre que en períodos álgidos de violencia, como guerras o dictaduras, el frente de batalla se traslada al espacio íntimo, complejizando aún más la habitual tensión generacional entre padres e hijos. En los próximos cuadros de la obra veremos, precisamente, enfrentados al viejo mundo -representando por Joe y Kate-, con el nuevo mundo, que defienden, Chris, Ann, George y otros personajes secundarios interpretados por excelentes actores como Cristián Carvajal, Elisa Zulueta, Luis Cerda y Sol de Caso.
Joe representa al hombre hecho a sí mismo a punta de esfuerzo, algo ignorante, defensor de los intereses de su familia y de su bienestar económico. En ese afán de progreso y riqueza cometió una negligencia grave: envió piezas defectuosas que provocaron un accidente en cadena que costó las vidas de muchos soldados jóvenes. Y, además, hizo que la responsabilidad recayera en su socio Steve Deever, ahora en prisión.
La visita de Ann, ex novia del hijo desaparecido, y George, su hermano; a su vez, ambos hijos del socio encarcelado, hace aflorar los remordimientos escondidos. Estos jóvenes serán los jueces de los adultos que lucraron con la guerra, que mintieron para salvar su propia conciencia y, que no permiten que los demás reconstruyan sus vidas. Chris y Ann se enamoran y quieren anunciar su relación, ellos son el deseo de recomenzar, la esperanza en el futuro. Pero recomenzar requiere una anagnórisis. Y, del mismo modo que en la tragedia griega, la revelación de la verdad es lenta y punzante. La verdad necesita hechos, y una carta íntima se despliega en el escenario como ese motor defectuoso que produce la pérdida. A continuación, hay tres escenas álgidas, que bien podrían ser tres finales posibles: Coca Guazzini, como madre, se desvanece tras leer las líneas de su hijo, padre e hijo luchan cuerpo a cuerpo en el piso, Joe sale de escena. Aceptar la verdad implica una conexión insoportable.
Si bien la época en que transcurre la historia nos remite al pasado, nos enfrenta a un debate moral todavía vigente: el enriquecimiento con la guerra (no solo en armamento sino también con logística) y la impunidad de los poderosos. Conflictos que señalan y deben superar las nuevas generaciones como cuando el padre se excusa en su paradigma individualista: "No hacerlo ponía en peligro toda la prosperidad conseguida", frente al mensaje acusador del hijo que lo lleva a decir en voz alta: "¿Qué hace esto, si no es decírmelo? Cierto, era mi hijo. Pero creo que él pensaba que todos eran mis hijos. Y comprendo que lo eran, comprendo que lo eran".
Álvaro Viguera ha desarrollado una metodología para dirigir clásicos con muy buen nivel. Su impronta pasa por escoger buenos actores, de distintas edades, que no suelen trabajar juntos, siempre un riesgo interesante del que este elenco sale muy airoso. El uso de ropa de la época, a manos de Andrea Carolina Contreras, con vestidos campana y tenidas inocentonas de la era "boomers". Una escenografía austera pero moderna con la luz cenital para una jornada estival que oscila desde el crepúsculo a la asfixiante madrugada. También, lo caracteriza el uso de traducciones locales, en esta oportunidad de Rodrigo Olavarría, que siempre se agradecen porque usan un castellano más neutro.
Tras un "Tío Vania" algo desangelado, esta puesta en escena retoma la potencia emocional. Luego de dos horas uno queda hundido en la butaca esperando que las placas se vuelvan a acomodar y se despeje la zona del desastre para salir a perderse en la noche fría de junio. Para comprender que el patriarca inescrupuloso es pasado, es un árbol caído. Al menos, en el escenario.